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24 dic 2007

EDWIN REYES, ENTREVISTA INEDITA

La oración que nunca hice

“Mi poesía ha sido mi manera de rezar... Es mi manera de darle al mundo lo que yo entiendo que debo darle: lo más íntimo de mí, lo más querido de mí”.

Por Ángel Darío Carrero / peregrinoyforastero@gmail.com

El poeta Edwin Reyes no tenía claro si había nacido el 2 o el 3 de julio de 1944 en el Barrio Pozas de Ciales, pero optó por el día 2 sólo para nacer lo más lejos posible del 4 de julio, efeméride emblemática de nuestros vecinos del Norte. La anécdota nos sitúa enseguida en el contexto de un poeta identificado enteramente con la libertad patria.

Publicó cuatro poemarios: ‘Crónica del vértigo’ (1977, con prólogo de Arcadio Díaz Quiñones), ‘Son cimarrón para Adolfina Villanueva’ (1985), ‘Balada del hombre huérfano’ (1990) y ‘El arpa imaginaria’ (1998, con prólogo de Mercedes López-Baralt). Al morir dejó inédito el libro ‘El arca de papel’. Se le reconoce como uno de los poetas más destacados de la histórica revista literaria Guajana, que circuló en los años sesenta en Puerto Rico. Pero no se quedó tan sólo en la poesía: Edwin realizó, junto a la cineasta Ivonne Belén, cinco documentales: ‘Palés: reseña de una vida útil’; ‘Tufiño: una vida para el arte y un arte para la vida’; ‘Rafael Hernández: jibarito del mundo’; ‘Adombe: la presencia africana en Puerto Rico’ y ‘Teatro Tapia: prodigio de un espacio venerable’. Dirigió, de otra parte, un largometraje para televisión titulado ‘Punto final’, con jóvenes del proyecto Cine-escuela del Municipio de Caguas. Como responsable de los asuntos culturales del Partido Socialista Puertorriqueño, fundó la Sección Cultural (En Rojo) del Semanario Claridad, con el asesoramiento del distinguido intelectual uruguayo Ángel Rama. Aunque se consideraba ateo, sentía una gran admiración por la figura histórica de Jesús, hecho que se evidencia en el disco que produjo y escribió dedicado a la epifanía, ‘Aguinaldo Mayor’, que contó con la participación de Justino Díaz, Andrés Jiménez, Elvin Torres, el grupo Atabal, Antonio Cabán Vale (El Topo) y David Ortiz Angleró.

La presente entrevista es apenas un atisbo tímido de un diálogo que comenzó el 11 de noviembre de 2000 en el Hospital Oncológico y que finalizó el 9 de enero de 2001, día de su muerte. Nuestra relación tomó inesperadamente un giro misterioso que me hizo abandonar el proyecto de la entrevista. Edwin me pidió acompañarlo espiritualmente durante el último tramo de su vida. Vivimos juntos la espera paciente del Adviento y el gozo sorpresivo de la Epifanía. Recuerdo imborrable que nutrirá para siempre mi esperanza.

Al pasar el tiempo descubro que el proyecto de la entrevista nunca fue en realidad abandonado: todo estaba dicho desde el principio. En cada palabra suya, llena de pureza y de dolor irredento, palpitaba la buena noticia franciscana que él había descubierto en los versos del poeta nicaragüense, Rubén Darío, es decir, que “el alma simple de la bestia es pura”.

Serie

Peregrino y Forastero

La Orden de Hermanos Menores cumplirá 800 años de su fundación en el año 2009. En lo que se conoce como el Testamento de San Francisco se sugiere el modo mendicante y confiado de ir por el mundo y de relacionarnos con los otros: “cual peregrinos y forasteros”. Es el motivo y será el norte de esta serie de reportajes y entrevistas del poeta franciscano Ángel Darío Carrero.

¿Cómo eras de niño, Edwin?

Yo fui un niño solitario. Me crié entre adultos en mi casa. Fui un niño tardío. Llegué diez años después de mi última hermana. Nadie me esperaba. Ya en ese tiempo se iban desolando los campos por la cuestión migratoria. Por las necesidades, los jíbaros tenían que ir a buscarse las habichuelas a otro lado: a Estados Unidos o a la ciudad. La cosa es que me fui quedando solo. La poca gente que conocía del vecindario se iba. Me crié leyendo y jugando en el campo, con la naturaleza. No me habitué a la interacción humana, a socializar. Cuando fui a la escuela, ya había aprendido a leer y a escribir, sabía los fundamentos, aunque las escuelas tampoco eran muy exigentes. Mi madre se había ocupado de darme mis primeras lecciones. Era una jíbara brillante. Cuando fui a la escuela, a esa escuelita rural, empezó mi guerra -por decirlo así- mi guerra con el mundo, porque había salido de ese campo remoto donde ni siquiera había carretera ni luz eléctrica y me pongo en contacto con otro mundo...

Yo había venido a la ciudad, porque tenía familia por acá, no es que la ignorara, pero interaccionar como tal con niños de mi edad o mayores o menores que yo, pues la verdad muy poco, sólo lo que había interaccionado en el campo y con muy mala suerte también. Así que cuando llego a la escuela yo era el jibarito, el objeto de las burlas. Yo sufrí mucho el rechazo, las burlas, las vejaciones en la escuela.

¿Ves alguna relación entre este dolor y tu iniciación a la poesía?

Pues es precisamente cuando empiezo a tener esas experiencias dolorosas que me topo con un poema de Rubén Darío, ‘Los motivos del lobo’, y con la ‘Rosa niña’ que también me dejó aturdido por efecto de la belleza, pero ese poema en particular, ‘Los motivos del lobo’:

bestia temerosa, de sangre y de robo,

las fauces de furia, los ojos de mal:

¡el lobo de Gubbio, el terrible lobo!

Rabioso, ha asolado los alrededores;

cruel, ha deshecho todos los rebaños;

devoró corderos, devoró pastores,

y son incontables sus muertos y daños.

¿En qué sentido ese poema tuvo un impacto sobre ti?

En el sentido de que va a lo esencial del comportamiento humano, de la fiera en nosotros, de los malos instintos que llevan al ser humano a burlarse o humillar al otro. Me identifiqué mucho con todo eso. Lo recitaba en la escuela, me lo sabía de memoria. Mi madre me decía cómo era que tenía que decirlo; fue bien curioso todo eso. Ese encuentro de San Francisco con el lobo, ese pedido de explicación al lobo, de cómo el lobo, conociendo su instinto, protege a San Francisco, y, a la misma vez que lo protege, lo ilumina, porque en este caso la fiera ilumina al Santo y no al revés. Quien está en contacto con el mal, quien conoce el mal en su propia carne, quien conoce el mal por la humillación y por el dolor, es el lobo, no el santo. Luego, cuando fui creciendo, seguí de humillación en humillación sin poder dar pie con bola, como dicen, en mi relación con los demás. Era un niño brillante, pero por eso mismo despertaba la envidia y yo no podía entender la envidia. No entendía por qué me maltrataban... Fue espantoso... Yo no merecía... Pasaba las noches preguntándome ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué precisamente a mí me maltratan?...

Dentro de ese dolor, de esa persecución, de esa especie de acoso, fue surgiendo el lobo. El lobo tomó cuerpo en un adolescente rencoroso, en un adolescente audaz, en un adolescente capaz de aprender a defenderse, que trató de impresionar a los demás con sus acciones. Acciones que nacían más de la inseguridad que de otra cosa, pues no eran ni siquiera malévolas en realidad. Fui conformando una personalidad que me permitiera sobrevivir a ese sentido de humillación que había padecido tanto tiempo y tomar las riendas de mi vida, ¿comprendes?, no dejarme acorralar y presionar, ni vivir reaccionando al miedo. Me las arreglé para aprender un poco de boxeo; aprendí de la calle y de las películas a dármelas de violento. Incluso, una vez llegué a preparar una correa con grapas durante el fin de semana entero, para ir a asestarle en la cabeza a uno de los muchachos que más me jodía. Poco a poco fui ganándome el respeto de mis pares, al punto que me eligieron Presidente de la Clase Graduanda. Hice barbaridades. Me gané el diploma de malo. Total, nada, era un pobre bobo. Yo era al revés a como dicen: un bobo disfrazado de lobo. Hasta rima... Hasta que me di cuenta, ya después de viejo, que ya había alcanzado unos atributos de lobo imborrables y que el disfraz ya no era más necesario, que bastaba con que fuera yo mismo.

Nada sabía de esta influencia franciscana en tu vida y menos que fuera tan temprana.

Sí, cada vez que pienso en San Francisco me llega la nostalgia de la niñez, de ese mundo que fue el Santo para mí. Pienso en San Francisco y pienso en la dulzura. Fíjate, esta identificación tiene mucho que ver con los pájaros, el río, los animales, es decir, las cosas que viví de niño. El campo, que puede ser tan maravilloso como brutal, que puede combinar, qué se yo, el nacimiento de una criatura, de un becerrito, con la castración de un animal, el sacrificio de un cerdo en la Navidad. Recuerdo la sangre... Ver a mi padre apuñalar al animal, los gritos y la desesperación del animal y todo lo que eso significa: la lucha de la vida contra la muerte. Fue algo que me marcó mucho de niño, aunque fui más afortunado que otros que no vieron cerdos, sino gente morir, en otros países y aquí mismo. La brutalidad siempre ha sido algo que me ha desgarrado mucho. Nunca he podido soportar la idea de cómo un ser humano puede hacerle un daño así tan violento a otro ser humano. Sin embargo, yo mismo he sido capaz de hacerlo: sí, nuevamente el lobo, el lobo en mí.

¿Hay alguna otra experiencia de la infancia que consideres un factor determinante en tu vocación poética?

Imagínate a un niño de ocho o diez años viviendo un mundo de adulto en el campo. Era de noche, en una casa de madera, que entonces me parecía inmensa, luz de vela, luz de quinqué, el rumor del río cercano y ese grupo de gente rezando el rosario. Sólo que hay un detalle y es que el niño ha aprendido a dirigir el rosario y se siente poderoso por ese hecho, porque es dueño de la situación, está dirigiendo a los adultos, está de alguna manera participando de una forma activa en esa ceremonia.

¿Esto es anterior, posterior o se daba al mismo tiempo que el contacto inicial con la poesía de Rubén Darío?

Yo no sé qué pasó primero, supongo que el rosario, naturalmente, sí, el rosario, pero para esa misma época empecé a descubrir también la magia de la poesía, la magia del verso, cuando digo magia, digo ritmo, cuando digo ritmo, digo música, digo esa sensación de estar integrado de algún modo a algo armónico, a algo que nos causa cierto placer. Yo recuerdo que cuando rezaba el rosario podía ver -si es que se puede hablar de ver en ese sentido- como unas estructuras, como unas líneas y bloquecitos de sombra que me iban representando las distintas oraciones. Quizá por eso mismo el rosario tiene distintas secciones: el Credo, el Ave María, las letanías, etcétera. Después, cuando entré en contacto con la poesía de Rubén Darío, sentía algo similar. Cuando memorizaba, cuando pensaba en la poesía, pensaba en esas formas, en esos diseños, hasta ahora todavía me pasa.

¿Y cómo se refleja explícitamente esta influencia en tu creación poética?

Yo no sabía algo que dice Valéry, que el ritmo sugiere la idea. Siempre me he quedado con la sensación de que de alguna manera cuando escribo poesía lo que hago es llenar blancos, como si estuviera llenando unos espacios que estaban predeterminados o que se van determinando en el proceso.

Sinceramente, no creo que a nadie se le hubiese ocurrido pensar que tu poesía, que tu persona, tuviese una deuda tan grande con este gesto tan tradicional de la religiosidad católica. Los seres humanos somos un misterio que nos sobrepasa a nosotros mismos. ¿Qué genera en ti este reconocimiento de tus deudas con el ritmo cadencioso del rosario?

Siento mucha alegría... ¿Cómo decirte? Me siento bien, muy bien de poder asociar de alguna manera el origen de ese oficio con algo tan íntimo como el rosario. Me lo enseñó a rezar mi madre, que era mi maestra. Imagínate cuán íntimo, cuán querido puede ser para mí ese recuerdo, algo que me llega desde mis propias raíces, de mi sangre. Además, ese mundo, esa atmósfera, esa luz, ese rumor... Es lo que está asociado a la infancia, es mi infancia misma, punto.

Es increíble, pero definitivamente existe una relación misteriosa entre la plegaria y el poema. Conexión con lo sagrado, aunque esta sacralidad esté representada de las maneras más diversas. Acaso incluso la poesía es de alguna manera la oración que nunca hiciste.

La oración que nunca hice… De alguna manera siento que es verdad: mi poesía ha sido mi manera de rezar. Ahora bien, ¿a quién?, ¿cómo? No sé. Yo sé que es mi manera de darle al mundo lo que yo entiendo que debo darle: lo más íntimo de mí, lo más querido de mí.

Siempre la misma interrogante que une a todos los poetas: ¿por qué y para qué se escribe? La búsqueda de sentido que vive en todo ser.

Mira, yo rezaba para los mayores dirigiendo el rosario porque quería que me quisieran, que me aceptaran, incluso que me admiraran porque yo rezaba bien el rosario. Quizá, de esa misma manera, continúo escribiendo poesía, para que me quieran, para que me acepten, para que me admiren. Es una manera de existir. Siento que existo, que no soy un fantasma producto de la desintegración social, que no soy una criatura del desarraigo -lo que en realidad he sido, un fantasma del desarraigo- sino un ser merecedor de que se me quiera, de que se me abrace y se me nombre con respeto, con reconocimiento de que sí existo, de que no soy un fantasma, porque de alguna manera soy útil -que esa es para mí la función suprema del ser humano: la utilidad.

texto disponible en: http://www.elnuevodia.com/diario/seccion/revistas/revistas

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