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12 dic 2007

Robespierre o la "Divina Violencia" del Terror (I), Zizek

Robespierre o la "Divina Violencia" del Terror (I), Zizek

por Slavoj Zizek


Cuando, en 1953, Chou En Lai, el primer ministro chino, se encontraba en Ginebra para las negociaciones de paz que debían poner fin a la guerra de Corea, un periodista francés le preguntó qué pensaba de la Revolución Francesa; Chou contestó: "todavía es demasiado pronto para dar una respuesta". En cierto modo tenía razón: con la desintegración de las "democracias populares" a finales de los años 1990, la discusión sobre el lugar histórico de la Revolución Francesa volvió a encenderse. Los revisionistas liberales intentaron imponer la idea de que el derrumbe del comunismo en 1989 ocurrió exactamente en el momento justo: marcaba el final de la era que comenzó en 1789, el fracaso final del modelo estatalista-revolucionario que entró en escena por primera vez con los jacobinos.


En ninguna parte es más verdadera la frase "toda historia es una historia del presente" que en el caso de la Revolución Francesa: su recepción historiográfica siempre ha reflejado estrechamente las vueltas y revueltas de las luchas políticas. La señal identificadora de toda clase de conservadores es su rechazo absoluto: la Revolución Francesa fue una catástrofe desde su mismo inicio, el producto de la mente atea moderna. La derrota de la Revolución debe ser interpretada como el castigo de Dios por los caminos perversos seguidos por la humanidad, y por tanto todos sus rastros deberían ser borrados lo más a fondo posible. La actitud liberal típica es igualmente distintiva: su fórmula es "1789 sin 1793". En suma, lo que los liberales sensibles quieren es una revolución descafeinada, una revolución que no huela a revolución. Francois Furet y otros intentan privar así a la Revolución Francesa de su estatus como acontecimiento fundador de la democracia moderna, relegándola a una anomalía histórica: existía una necesidad histórica de afirmar los principios modernos de la libertad personal, etc., pero, como el ejemplo inglés demuestra, pudo haberse hecho lo mismo de manera más eficaz por una vía más pacífica... Los radicales, por el contrario, están poseídos por lo que Alain Badiou ha denominado la "pasión de lo Real": si usted dice A ---la igualdad, los derechos humanos y las libertades individuales--, entonces no debería esquivar sus consecuencias y debería reunir el coraje suficiente para decir B --el Terror fue realmente necesario para defender y afirmar A. [1]



Sin embargo, sería demasiado fácil decir que la izquierda actual debe seguir simplemente por este camino. Algo, una especie de corte histórico, ocurrió efectivamente en 1990: todos, incluida la actual "izquierda radical", se avergüenzan de algún modo del legado jacobino del terror revolucionario, con su defensa del carácter centralizado del Estado, de manera que la divisa comúnmente aceptada es que la izquierda, si quiere recuperar su eficacia política, debe reinventarse a fondo a sí misma, abandonando finalmente el llamado "Paradigma Jacobino". En nuestra era post-moderna de "propiedades emergentes", de interacción caótica de múltiples subjetividades, de libre interacción en vez de jerarquía centralizada, de multitud de opiniones en vez de una Verdad, la dictadura jacobina no es fundamentalmente "de nuestro gusto" (entendiendo el término "gusto" en un sentido liberado de toda su carga histórica, como el nombre de una disposición ideológica básica). ¿Puede uno imaginarse algo más extraño a nuestro universo de libertad de opiniones, de competencia en el mercado, de interacción nómada pluralista, etc., que la política de Robespierre de la Verdad (con V mayúscula, desde luego), cuyo objetivo proclamado era "devolver el destino de la libertad a las manos de la Verdad"? Tal Verdad sólo puede hacerse cumplir a través del Terror:


Si el principal resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, en la revolución es al mismo tiempo la virtud y el terror: la virtud, sin la que el terror es fatal; el terror, sin el que la virtud es impotente. El terror no es más que la justicia sin tacha, severa e inflexible; es, por lo tanto, una emanación de la virtud. Esto es menos un principio específico que una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a las necesidades más apremiantes de nuestro país.



Esta línea de la argumentación de Robespierre alcanza su clímax en la identificación paradójica de las contraposiciones: el terror revolucionario "subsume" la oposición entre el castigo y la clemencia --el castigo justo y severo de los enemigos ES la forma más alta de clemencia, de manera que en ella el rigor y la caridad coinciden:


Castigar a los opresores de la humanidad es clemencia; perdonarlos es barbarie. El rigor de los tiranos sólo es rigor en función de un principio; el rigor del gobierno republicano proviene de la caridad.


Entonces, ¿qué deberían hacer con todo esto quienes permanecen fieles al legado de la izquierda radical? Dos cosas al menos. Primeramente, el pasado de Terror debe ser aceptado como NUESTRO, aunque --o precisamente porque-- sea críticamente rechazado. La única alternativa a la posición defensiva poco entusiasta de sentirse culpables ante nuestros críticos liberales o derechistas es ésta: tenemos que hacer el trabajo crítico mejor que nuestros oponentes. Esto, sin embargo, no constituye la historia completa: tampoco habría que permitir que nuestros oponentes determinen el campo y el tema de la lucha. Lo que ello significa es que la auto-crítica implacable debería ir de la mano con una admisión intrépida de lo que, parafraseando el juicio de Marx sobre la dialéctica de Hegel, uno está tentado de llamar el "núcleo racional" del Terror Jacobino: "La dialéctica materialista asume, sin ninguna alegría particular, que hasta ahora ningún sujeto político ha sido capaz de llegar a la eternidad de la verdad en su despliegue sin momentos de terror. Por eso Saint-Just preguntó: '¿Qué desean los que no quieren ni la Virtud ni el Terror?' Su respuesta es conocida: ellos quieren la corrupción -- otro nombre para la derrota del sujeto". [2] O, como Saint-Just escribió sucintamente: "Lo que produce el bien general es siempre terrible" [3]. Estas palabras no deberían interpretarse como una advertencia contra la tentación de imponer violentamente el bien general en una sociedad, sino, al contrario, como una verdad amarga que debe ser plenamente aceptada.



El ulterior punto crucial a tener en cuenta es que, para Robespierre, el terror revolucionario es lo contrario de la guerra: Robespierre era un pacifista, no por hipocresía ni por sensibilidad humanitaria, sino porque era bien consciente de que la guerra entre naciones sirve por lo general como un medio para ofuscar la lucha revolucionaria dentro de cada nación. El discurso de Robespierre "Sobre la guerra" es de especial importancia en el día de hoy: este discurso le muestra como un pacifista auténtico que denuncia sin piedad la llamada guerra patriótica, incluso si la guerra es formulada como una defensa de la Revolución, en cuyo caso responde al intento de los que quieren "la revolución sin la revolución" para desviar la radicalización del proceso revolucionario. Su postura es así la antítesis de los que necesitan la guerra para militarizar la vida social y tomar el control dictatorial sobre la misma. [4] Por ello Robespierre denunció también la tentación de exportar la revolución a otros países, "liberándolos" a la fuerza: "Los franceses no se hallan afligidos por la manía de hacer libre y feliz a cualquier nación en contra de su voluntad. Todos los reyes podrían vegetar o morir impunes sobre sus tronos salpicados de sangre, si hubiesen sido capaces de respetar la independencia del pueblo francés".


El terror revolucionario jacobino es a veces (medio) justificado como el "crimen fundador" del universo burgués del orden público, en el que se permite a los ciudadanos perseguir en paz sus propios intereses. Pero hay que rechazar este argumento en base a dos consideraciones. No sólo es un argumento objetivamente falso (muchos conservadores tuvieron toda la razón al advertir que también se puede alcanzar el orden público burgués sin el exceso del Terror, como fue el caso de Gran Bretaña --aunque existiera Cromwell ...); mucho más importante es que el Terror revolucionario de 1792-1794 no fue un caso de lo que Walter Benjamin y otros han llamado la "violencia fundadora del Estado", sino un caso de "divina violencia" [5] Los intérpretes de Benjamin luchan con lo que podría significar efectivamente la "divina violencia" --¿se trata de otro sueño izquierdista de un acontecimiento "puro" que nunca ocurre en la realidad? Habría que recordar aquí la referencia de Friedrich Engels a la Comuna parisiense como un ejemplo de dictadura del proletariado:

Últimamente, los filisteos socialdemócratas se han llenado una vez más de un sagrado terror a las palabras "Dictadura del Proletariado". Buenos y respetables caballeros, ¿quieren saber a qué se parece esta dictadura? Miren la Comuna parisiense. Esto era la Dictadura del Proletariado. [6]



Habría que repetir las frases de Engels, mutatis mutandis, a propósito de la "divina violencia": "Buenos y respetables caballeros y teóricos críticos, ¿quieren ustedes saber a qué se parece esta divina violencia? Miren el Terror revolucionario de 1792-1794. Esto era la Divina Violencia". (Y la serie continúa: el Terror Rojo de 1919...) Es decir, habría que identificar sin temor la divina violencia con fenómenos históricos positivamente existentes, evitando así todo misterio oscurantista. Cuando aquéllos que se encuentran fuera del campo social estructurado golpean "a ciegas", exigiendo y promulgando la justicia/venganza inmediata, esto es, la "divina violencia" -- recordemos, hace una década más o menos, el pánico desatado en Río de Janeiro cuando una muchedumbre descendió de las favelas a la parte rica de la ciudad y comenzó a saquear y quemar supermercados--, ESTO es la "divina violencia"... Como las langostas bíblicas, el castigo divino por los caminos pecaminosos de los hombres, esta violencia no se dirige a ningún objetivo definido, es el medio sin fin --o, como Robespierre lo expresó en el discurso en que exigió la ejecución de Louis XVI: "Los pueblos no juzgan de la misma manera que los tribunales de justicia; ellos no pronuncian sentencias, sino que lanzan rayos; ellos no condenan a los reyes, sino que los dejan caer en el vacío; y esta justicia es tan válida como la de los tribunales".


Así pues, la "divina violencia" benjaminiana debería concebirse como "divina" en el mismo sentido de la vieja divisa latina vox populi, vox dei: NO en el sentido perverso de "hacemos esto como meros instrumentos de la voluntad popular", sino como la asunción heroica de la soledad de la decisión soberana. Ésta es una decisión (de matar, de arriesgar o de perder la propia vida) hecha en la soledad más absoluta, sin protección alguna dentro del Gran Otro. Si esto es la extra-moralidad, no es "inmoral", no da al agente una licencia para matar con alguna especie de inocencia angelical. La divisa de la divina violencia es el mandato iustitia, pereat mundus: esto es la JUSTICIA, el punto de no-distinción entre la justicia y la venganza, en la que el "pueblo" (la parte anónima de ninguna-parte) impone su terror y hace que otras partes paguen el precio --el Día del Juicio Final para la larga historia de opresión, explotación y sufrimiento-- o, como el mismo Robespierre lo expresara de un modo conmovedor:


¿Qué queréis vosotros, a quienes os gustaría que la verdad fuese impotente en los labios de los representantes del pueblo francés? La verdad indudablemente tiene su poder, su cólera, su propio despotismo; posee acentos conmovedores y terribles, que resuenan con fuerza en los corazones puros tanto como en las conciencias culpables, y que la falsedad no puede imitar más de lo que Salomé puede imitar los rayos del cielo; pero acusad a la naturaleza, acusad a la gente, que quiere y ama la verdad.

Y esto es lo que Robespierre apunta en su famosa acusación a los moderados de que lo que ellos quieren realmente es "una revolución sin revolución": los moderados quieren una revolución privada del exceso en el que coinciden la democracia y el terror, una revolución respetuosa con las normas sociales, subordinada a las normas preexistentes, una revolución en la que la violencia es privada de la dimensión "divina" y se ve así reducida a una intervención estratégica que sirve a unos objetivos muy precisos y limitados:


Ciudadanos, ¿queréis una revolución sin revolución? ¿Qué es este espíritu de persecución que ha llegado a revisar, por así decir, lo que ha roto nuestras cadenas? ¿Pero qué juicio seguro es posible hacer sobre los efectos que pueden seguir a estas grandes conmociones? ¿Quien puede marcar, después del acontecimiento, el punto exacto en el que las olas de la insurrección popular deberían romperse? A ese precio, ¿cómo hubiera podido alguna vez el pueblo liberarse del yugo del despotismo? Pues si es cierto que una gran nación no puede elevarse en un movimiento simultáneo, y que la tiranía sólo puede ser combatida por aquella parte de los ciudadanos que sufren de cerca su opresión, ¿cómo íbamos a atrevernos alguna vez a atacarlos si, después de la victoria, los delegados de provincias remotas pudieran hacerse responsables de la duración o la violencia de la tormenta política que ha salvado a la patria? Antes bien, se les debería considerar justificados por el poder tácito de toda la sociedad. Los franceses, amigos de la libertad, que se reunieron en París en agosto pasado, desempeñaron ese papel en nombre de todos los departamentos. Su postura debería ser aprobada o rechazada por completo. Ahora bien, hacerlos criminalmente responsables de unos pocos desórdenes aparentes o verdaderos, inseparables de tan grandes conmociones, sería castigarlos por su devoción.


Esta auténtica lógica revolucionaria puede discernirse ya en el nivel de las figuras retóricas, donde Robespierre suele dar la vuelta al procedimiento habitual consistente en evocar primero una posición aparentemente "realista" y luego demostrar su naturaleza ilusoria: a menudo Robespierre comienza con la presentación de una postura o con la descripción de una situación como una exageración o una ficción absurda, y luego prosigue recordándonos que, lo que en una primera aproximación no puede sino aparecer como una ficción, es en realidad la verdad misma: "¿Pero qué es lo que estoy diciendo? Lo que acabo de presentar como una hipótesis absurda es de hecho una realidad muy cierta". Es esta postura radical revolucionaria la que también permite a Robespierre denunciar la preocupación "humanitaria" por las víctimas de la "divina violencia" revolucionaria: "Una sensibilidad que llora casi exclusivamente a los enemigos de la libertad me parece sospechosa. Dejad de sacudir en mi cara el traje sangriento del tirano, o creeré que deseáis encadenar a Roma". El análisis crítico y la aceptación de la herencia histórica de los jacobinos se solapa con la pregunta central que debe ser planteada: ¿la (a menudo deplorable) realidad del terror revolucionario nos obliga a rechazar la idea misma de Terror, o hay un modo de REPETIRLO en la diferente constelación histórica del presente, de redimir a su contenido virtual de su realización? Esto PUEDE Y DEBE hacerse, y la fórmula más concisa para repetir el acontecimiento designado por el nombre "Robespierre" es: pasar del terror humanista (de Robespierre) al terror anti-humanista (o, más bien, inhumano).

En su obra Le siècle, Alain Badiou concibe como un signo de la regresión política ocurrida a finales del siglo XX el cambio desde "Humanismo Y terror" a "Humanismo O Terror". En 1946, Maurice Merleau-Ponty escribió El Humanismo y el Terror, su defensa del comunismo soviético como una especie de apuesta pascaliana que anunciaba el tema que Bernard Williams desarrollaría más tarde como "suerte moral": el terror presente será justificado retroactivamente si la sociedad que surja de él llega a ser realmente humana. Hoy en día, tal conjunción de terror y humanismo es sencillamente impensable, pues el punto de vista liberal predominante sustituye "y" por "o": "Humanismo o Terror"... Con más precisión, existen cuatro variaciones sobre este motivo: Humanismo y Terror, Humanismo o Terror, cada uno en un sentido "positivo" o "negativo". "Humanismo y Terror" en un sentido positivo es la postura elaborada por Merleau-Ponty, que apoya al estalinismo (el poderoso --"terrorista"-- engendramiento del Hombre Nuevo), y que es ya claramente perceptible en la Revolución Francesa, en el aspecto de la conjunción de Virtud y Terror de Robespierre. Esta conjunción puede ser negada de dos modos. La negación puede implicar la opción "Humanismo o Terror", esto es, el proyecto liberal humanista en todas sus versiones, desde el humanismo anti-estalinista disidente hasta el actual de los neo-habermasianos (Luc Ferry y Alain Renault en Francia) y otros defensores de los derechos humanos CONTRA el terror (totalitario, fundamentalista). O bien la negación puede conservar la conjunción "Humanismo y Terror", pero en un sentido negativo: todo aquellas orientaciones filosóficas e ideológicas, desde Heidegger y los conservadores cristianos hasta los partidarios de la espiritualidad oriental y la Ecología Profunda, que perciben el terror como la verdad --la consecuencia última-- del proyecto humanista mismo, de su hubris.


Hay, sin embargo, una cuarta posición, por lo general soslayada: la opción "Humanismo o Terror", pero con TERROR, y no humanismo, como término positivo. Ésta es una posición radical difícil de sostener, pero quizás en ella radique nuestra única esperanza: no consiste en la locura obscena de perseguir abiertamente "una política terrorista e inhumana", sino en algo mucho más difícil de pensar. En el pensamiento "post-deconstruccionista" de hoy (si uno se arriesga a emplear esta designación ridícula que no puede sino parecer una auto-parodia), el término "inhumano" ha adquirido un nuevo peso, sobre todo con la obra de Agamben y Badiou. El mejor modo de acercarse a él es a través de la renuencia de Freud a aceptar la prescripción "¡Ama a tu prójimo!" --la tentación aquí rechazada es la domesticación ética del prójimo, tal como la que intentó hacer Emmanuel Levinas con su noción del prójimo como el punto abisal del que emana la llamada a la responsabilidad ética. Lo que Levinas oculta de este modo es la monstruosidad del prójimo, una monstruosidad que hizo que Lacan aplicara al prójimo el término "la Cosa" ("das Ding"), usado por Freud para designar el objeto último de nuestros deseos en su insoportable intensidad e impenetrabilidad.



Habría que ver en este término todas las connotaciones de la ficción de horror: el prójimo es la (Mala) Cosa que está potencialmente al acecho debajo de cada amable rostro humano. Pensemos en El Resplandor de Stephen King, en el que el padre, un modesto escritor fracasado, se convierte gradualmente en una bestia asesina que, con una perversa sonrisa burlona, acaba matando a su familia entera. En una paradoja propiamente dialéctica que Levinas, con toda su celebración del Otro, no logra entender, no existe ninguna Identidad subyacente a todos los humanos, sino sólo el Otro radicalmente "inhumano" en sí mismo: es el Otro del ser humano reducido a la inhumanidad, el Otro ejemplificado por la figura aterradora del Muselmann, el "muerto viviente" de los campos de concentración nazis. En un nivel diferente, ocurre lo mismo en el comunismo estaliniano. En la narrativa estalinista estándar, hasta los campos de concentración eran un lugar de lucha contra el fascismo donde los comunistas encarcelados organizaban las redes de resistencia heroica --en ese universo, desde luego, no había ningún lugar para la experiencia límite del Muselmann, del muerto viviente privado de la capacidad de contacto humano. No es nada asombroso que los comunistas estalinianos estuvieran tan impacientes por "normalizar" los campos sólo como otro sitio más de la lucha anti-fascista, infravalorando a los Muselmann como personas que simplemente eran demasiado débiles para aguantar la lucha.


En este contexto se puede entender por qué Lacan habla del núcleo inhumano del prójimo. En los años 1960, la era del estructuralismo, Louis Althusser lanzó la notable fórmula del "anti-humanismo teórico", permitiendo, exigiendo incluso, que fuera complementado por el humanismo práctico. En nuestra práctica deberíamos actuar como humanistas, respetando a los demás, tratándolos como personas libres con plena dignidad, como los creadores de su mundo. Sin embargo, en la teoría deberíamos tener siempre presente que el humanismo es una ideología, el modo en que espontáneamente experimentamos nuestro lugar en el mundo, y que el conocimiento verdadero de los humanos y de su historia debería considerar a los individuos no como sujetos autónomos, sino como elementos en una estructura que obedece a sus propias leyes. En contraste con Althusser, Lacan logra el paso desde el anti-humanismo teórico al anti-humanismo práctico, esto es, a una ética que va más allá de la dimensión que Nietzsche llamó "humano, demasiado humano", y que se enfrenta con el núcleo inhumano de la humanidad. Esto no sólo implica una ética negativa, sino que tiene en cuenta sin temor la monstruosidad latente del ser humano, la dimensión diabólica que ha explotado en fenómenos por lo general cubiertos con el nombre-concepto "Auschwitz" --una ética que todavía sería posible después de Auschwitz, parafraseando a Adorno. Esta dimensión inhumana es para Lacan, al mismo tiempo, el fundamento último de la ética.


En términos filosóficos, esta dimensión "inhumana" puede ser definida como la de un sujeto sustraído de toda forma de "individualidad" o "personalidad" humana (ésta es la razón de que, en la cultura popular de hoy, una de las figuras ejemplares de sujeto puro sea un no-humano --el alien, cyborg--. que muestra una mayor fidelidad a la tarea, la dignidad y la libertad que sus colegas humanos, desde la figura de Schwarzenegger en Terminator hasta el Rutger Hauer androide de Blade Runner). Recordemos el oscuro sueño de Husserl, en las Meditaciones Cartesianas, sobre cómo el cogito transcendental no se vería afectado por una plaga que aniquilase a la humanidad entera: es fácil, a propósito de este ejemplo, anotar una serie de reflexiones sobre el fondo autodestructivo de la subjetividad transcendental, y sobre cómo Husserl no advierte la paradoja de lo que Foucault, en Las Palabras y las Cosas, llamó el "doblete transcendental empírico", el eslabón que siempre ata el ego transcendental al ego empírico, por lo que la aniquilación de éste conduce por definición a la desaparición del primero.


Sin embargo, ¿y si, reconociendo totalmente esta dependencia como un hecho (y nada más que esto --un estúpido hecho de ser), uno insiste sin embargo en la verdad de su negación, la verdad de la aserción de la independencia del sujeto con respecto a los individuos empíricos en cuanto criaturas vivas? ¿No se demuestra esta independencia con el gesto último de arriesgar la propia vida, de estar dispuesto a abandonar el propio ser? Es en el contexto de este tema de la aceptación soberana de la muerte como habría que releer el giro retórico a menudo designado como la manipulación "totalitaria" por parte de Robespierre de su audiencia. [7] Este giro ocurrió en mitad del discurso de Robespierre pronunciado en la Asamblea Nacional, el 11 de Germinal del año II (31 de marzo de 1794); la noche anterior, Danton, Camille Desmoulins y otros más habían sido detenidos, y otros muchos miembros de la Asamblea estaban comprensiblemente temerosos de que también llegase su hora final. Robespierre considera este momento como un hito fundamental: "Ciudadanos, ha llegado el momento de decir la verdad". Luego continúa evocando el miedo que flota en la sala:

Se quiere /on veut/ hacer que temáis los abusos de poder, del poder nacional que vosotros habéis ejercido / .../Se quiere hacernos temer que la gente caerá víctima de los Comités / .../Se teme que los prisioneros estén siendo torturados / .../


La oposición se encuentra aquí entre el "se" impersonal (los instigadores del miedo no son personificados) y el colectivo así puesto bajo presión, el cual cambia casi imperceptiblemente desde la segunda persona del plural "vosotros/vous" a la primera persona "nosotros" (Robespierre se incluye galantemente en el colectivo). Sin embargo, la formulación final introduce un giro ominoso: ya no es que "se quiere haceros/hacernos temer", sino que "se teme", lo que significa que el enemigo que instiga el temor ya no está fuera de "vosotros/nosotros", los miembros de la Asamblea, sino que está aquí, entre nosotros, entre los "vosotros" a los que se dirige Robespierre, corroyendo nuestra unidad desde dentro. En este momento concreto, Robespierre, en un golpe de efecto magistral, asume la plena subjetivización --esperando un breve tiempo para que el efecto ominoso de sus palabras tenga lugar--, y luego prosigue en la primera persona del singular:


Estoy diciendo que alguien que en este momento esté temblando es culpable; pues la inocencia nunca teme el escrutinio público.



¿Qué puede ser más "totalitario" que este bucle cerrado de "tu mismo miedo de ser culpable te hace culpable" --una versión superyoica extraña y retorcida de la conocida máxima "la única cosa temible es el miedo mismo"? Sin embargo, habría que ir más allá del rechazo irreflexivo de la estrategia retórica de Robespierre como estrategia de "culpabilización terrorista", y discernir su momento de verdad: no hay ninguna persona presente que sea inocente en los momentos cruciales de la decisión revolucionaria, porque, en tales momentos, la inocencia misma --el eximirse a uno mismo de la decisión, continuando como si la lucha de la que soy testigo realmente no fuera conmigo-- ES la traición más alta. Es decir, el miedo a ser acusado de traición ES mi traición, porque, incluso si "no he hecho nada contra la revolución", este miedo mismo, el hecho de que haya surgido en mí, demuestra que mi posición subjetiva es externa a la revolución, que experimento la "revolución" como una fuerza externa que me amenaza.

Pero lo que continúa en este discurso único es aún más revelador: Robespierre plantea directamente la delicada pregunta que tiene que surgir en la mente de su audiencia -- ¿cómo puede él mismo estar seguro de que no será el siguiente en ser acusado? Él no es el Amo situado al margen del colectivo, el "Yo" exterior a "nosotros" --después de todo, él estuvo una vez muy cerca de Danton, una figura poderosa que ahora se encuentra bajo arresto, de modo que mañana su proximidad a Danton podría ser usada contra él. En suma, ¿cómo puede Robespierre estar seguro de que el proceso que ha desatado no acabará engulléndolo? Es aquí donde su posición asume una grandeza sublime --él asume toalmente el peligro de que el peligro que ahora amenaza a Danton mañana le amenazará a él. La razón de que Robespierre esté tan sereno, de que no tenga miedo de este destino, no es que Danton sea un traidor mientras que él, Robespierre, es puro, una encarnación directa de la voluntad del pueblo; la razón es que él, Robespierre, no TIENE MIEDO DE MORIR --su muerte eventual será un mero accidente que no tendrá ninguna importancia:



¿Qué me importa el peligro? Mi vida pertenece a la Patria; mi corazón está libre del miedo; y si debo morir, lo haré sin reproche y sin ignominia.



Por consiguiente, en la medida en que el cambio del "nosotros" al "yo" puede efectivamente determinarse como el momento en el que la máscara democrática cae y Robespierre se afirma abiertamente como el Amo (hasta este punto seguimos el análisis de Lefort), hay que dar aquí al término "Amo" todo su peso hegeliano: el Amo es la figura de soberanía, el que no tiene miedo de morir, el que está dispuesto a arriesgarlo todo. En otras palabras, el significado último de la primera persona del singular de Robespierre ("yo") es el siguiente: no tengo miedo de morir. Lo que le presta autoridad es solamente esto, y no cualquier clase de acceso directo al Gran Otro; es decir, Robespierre no afirma que él tenga un acceso directo a la voluntad del pueblo que habla a través de él. Así es como Yamamoto Jocho, un sacerdote Zen, describió la actitud propia de un guerrero: "Cada día sin falta, habría que considerarse a uno mismo como muerto. Hay un refrán de los mayores que dice: 'Sal de debajo del alero y estás muerto. Abandona el umbral y el enemigo espera'. No se trata de ser cuidadoso, sino de considerarse a sí mismo como muerto de antemano" [8]. Ésta es la razón, según Hillis Lory, de que muchos soldados japoneses en la SGM llevaran a cabo sus propios funerales antes de ir al campo de batalla:




Muchos de los soldados en la guerra actual están tan determinados a morir en el campo de batalla que hacen sus propios funerales públicos antes de partir al frente. Esto no conlleva ningún elemento de ridículo para los japoneses. Antes bien, lo admiran como el espíritu del auténtico samurai que entra en batalla sin pensar en volver. [9]

Esta auto-exclusión preventiva del dominio de la vida, desde luego, convierte al soldado en una figura propiamente sublime. En vez de rechazar este rasgo como parte del militarismo fascista, habría que afirmarlo como igualmente constitutivo de una radical posición revolucionaria: hay una línea directa que va desde esta aceptación de la propia desaparición de uno mismo hasta la reacción de Mao Zedong ante la amenaza de bomba atómica en 1955:



Los Estados Unidos no pueden aniquilar a la nación china con su pequeño montón de bombas atómicas. Incluso si las bombas atómicas estadounidenses fueran tan poderosas que, cuando se arrojaran sobre China, hicieran un agujero directamente a través de la Tierra, o incluso la hicieran estallar, ello apenas significaría algo para el universo en su totalidad, aunque pudiera ser un acontecimiento importante para el sistema solar. ("El Pueblo Chino No Puede Ser Intimidado por la Bomba Atómica")

Evidentemente hay una "locura inhumana" en este argumento: el hecho de que la destrucción del planeta Tierra "apenas significaría algo para el universo en su totalidad" ¿no es un consuelo bastante pobre para la humanidad extinguida? El argumento sólo funciona si, de un modo kantiano, uno presupone un sujeto puro transcendental no afectado por esta catástrofe --un sujeto que, aunque no-existente en la realidad, ES vigente como un punto de referencia virtual. Cada revolucionario auténtico tiene que asumir esta actitud de completa abstracción, e incluso de desprecio, hacia la estúpida particularidad de la existencia inmediata de alguien, esta indiferencia hacia lo que Benjamin llamó "la vida desnuda" o, como Saint-Just lo formulara de un modo insepurable : "Yo desprecio el polvo que me forma y que os habla". [10] Che Guevara se acercó a la misma línea de pensamiento cuando, en medio de la insoportable tensión de la crisis de los misiles cubanos, abogó por un acercamiento intrépido al riesgo de una nueva guerra mundial que implicaría (al menos) la aniquilación total del pueblo cubano --y elogió la preparación heroica del pueblo cubano para arriesgarse a su desaparición.


Otra dimensión "inhumana" de la pareja Virtud-Terror promovida por Robespierre es el rechazo del hábito (en el sentido de agencia de compromisos realistas). Cada orden legal (o cada orden de normatividad explícito) tiene que apoyarse en una compleja red "reflexiva" de reglas informales que nos dice cómo debemos relacionarnos con las normas explícitas: cómo debemos aplicarlas, en qué medida debemos tomarlas literalmente, cómo y cuándo se nos permite, e incluso se nos solicita, que las desatendamos, etc. --y esto es el dominio del hábito. Conocer los hábitos de una sociedad es conocer las meta-reglas sobre cómo aplicar sus normas explícitas: cuándo usarlas o no usarlas; cuándo infringirlas; cuándo no aceptar una opción que nos es ofrecida; cuándo efectivamente nos obligan a hacer algo, pero tenemos que fingir que lo hacemos como una opción libre (como en el caso del potlatch). Recordemos la cortés "oferta hecha para ser rechazada": es un "hábito" rechazar tal oferta, y quien la acepta comete una vulgar equivocación. Lo mismo se aplica a muchas situaciones políticas en las que se nos ofrece una opción a condición de que elijamos la opción correcta: solemnemente nos recuerdan que podemos decir no --pero esperan que rechacemos esta oferta y que digamos sí con entusiasmo. En muchas prohibiciones sexuales, la situación es la contraria: ¡un "No" explícito funciona efectivamente como la prescripción implícita "hazlo, pero de un modo discreto"! Consideradas en este contexto, las figuras revolucionarias-igualitarias, desde Robespierre a John Brown, son (potencialmente al menos) figuras sin hábitos: ellos rechazan tener en cuenta los hábitos que caracterizan el funcionamiento de una regla universal:


Tal es el dominio natural del hábito que consideramos a las convenciones más arbitrarias, y a veces realmente a las instituciones más defectuosas, como las medidas absolutas de verdad o falsedad, justicia o injusticia. Ni siquiera se nos ocurre que la mayoría siguen estando inevitablemente unidas a los prejuicios con los que el despotismo nos alimentó. Hemos estado tanto tiempo inclinados bajo su yugo que experimentamos alguna dificultad a la hora de elevarnos nosotros mismos hasta los principios eternos de la razón; algo que se refiere a la fuente sagrada de toda ley nos parece adquirir un carácter ilegal, y el orden mismo de la naturaleza nos parece un desorden. Los movimientos majestuosos de un gran pueblo, los fervores sublimes de la virtud, a menudo aparecen ante nuestra tímida mirada como algo semejante a un volcán que estalla o al derrocamiento de la sociedad política.Y éste no es seguramente el menor de los problemas que nos perturban, esta contradicción entre la debilidad de nuestras moralidades, la depravación de nuestras mentes, y la pureza de principio y la energía de carácter exigidos por el gobierno libre al que hemos osado aspirar.


Romper el yugo del hábito: si todos los hombres son iguales, entonces todos los hombres deben ser efectivamente tratados como iguales; si los negros son también humanos, inmediatamente deberían ser tratados como tales. Recordemos las primeras etapas de la lucha contra la esclavitud en los EEUU, que, incluso antes de la Guerra civil, culminaron en el conflicto armado entre el gradualismo de los liberales compasivos y la figura única de John Brown:



Los afroamericanos eran caricaturas de personas, eran caracterizados como bufones y juglares, eran objeto de chistes en la sociedad americana. Y hasta los abolicionistas, tan antiesclavistas como eran, no veían en su mayor parte a los afroamericanos como iguales. La mayoría de los abolicionistas, y esto fue algo de lo que los afroamericanos se quejaron todo el tiempo, estaban dispuestos a trabajar por el fin de la esclavitud en el Sur, pero no estaban dispuestos a trabajar para terminar con la discriminación en el Norte. / .../John Brown no era así. Para él, practicar el igualitarismo era un primer paso hacia el fin de la esclavitud. Y los afromericanos que entraron en contacto con él lo supieron inmediatamente. Él dejó muy claro que no veía ninguna diferencia, y no lo dejó claro con sus palabras sino con sus hechos. [11]


Por esta razón, John Brown es la figura política CLAVE en la historia de los EEUU: en su "abolicionismo radical" fervientemente cristiano, estuvo muy cerca de introducir la lógica del jacobinismo en el paisaje político de los EEUU: "John Brown se consideraba a sí mismo como un igualitario pleno. Y era muy importante para él practicar el igualitarismo en todos los niveles. / .../Él dejó muy claro que no veía ninguna diferencia, y no lo dejó claro con sus palabras sino con sus hechos" [12] Hasta el día de hoy, mucho después de la abolición de la esclavitud, Brown es la mayor fuente de divisiones en la memoria colectiva americana; los blancos que apoyan a Brown son muy escasos --entre ellos, sorprendentemente, se encontraba Henry David Thoreau, el gran opositor de la violencia: contra el desprecio gneralizado hacia Brown como un bruto sanguinario y enloquecido, Thoreau [13] pintó el retrato de un hombre incomparable que había abrazado una causa sin par; Thoreau llegó incluso a comparar la ejecución de Brown con la muerte de Cristo (y asimismo consideraba a Brown como muerto antes de su muerte real). Thoreau se desahoga contra quienes han expresado su descontento y desprecio por John Brown: esa gente no puede relacionarse con Brown debido a que tienen hábitos rígidos y existencias "muertas"; ellos no viven realmente, pues sólo un puñado de hombres ha llegado a vivir.



Sin embargo, es este mismo igualitarismo consecuente el que da cuenta simultáneamente de las limitaciones de la política jacobina. Recordemos la idea fundamental de Marx sobre la limitación "burguesa" de la lógica de la igualdad: las desigualdades capitalistas ("explotación") no son "violaciones del principio de igualdad", sino que son absolutamente inherentes a la lógica de la igualdad, son el resultado paradójico de su realización consecuente. Lo que aquí tenemos en mente no es sólo el rancio y aburrido discurso liberal sobre cómo el intercambio mercantil presupone sujetos formalmente/legalmente iguales que se encuentran y actúan recíprocamente en el mercado; el punto crucial de la crítica de Marx a los socialistas "burgueses" es que la explotación capitalista no implica ninguna clase de intercambio "desigual" entre el trabajador y el capitalista --este cambio es totalmente igualitario y "justo": idealmente (en principio), al trabajador se le paga el pleno valor de la mercancía que él vende (su fuerza de trabajo). Desde luego, los revolucionarios radicales burgueses son conscientes de esta limitación; sin embargo, el modo en que intentan enmendarla es mediante la imposición "terrorista" directa de una igualdad cada vez más de facto (salarios iguales, servicio médico igual ...), que sólo puede ser impuesta mediante nuevas formas de desigualdad formal (tipos diferentes de tratamiento preferencial de los sub-privilegiados). En suma, el axioma de la "igualdad" significa o bien no lo suficiente (sigue siendo la forma abstracta de la desigualdad real) o bien demasiado (forzar la igualdad mediante métodos "terroristas") --ésta es una noción formalista en un estricto sentido dialéctico, es decir, su limitación es precisamente que su forma no es bastante concreta, sino un mero continente neutral de algún contenido que elude esa forma.



El problema en este punto no es el terror como tal --nuestra tarea actual es precisamente reinventar el terror emancipatorio. El problema está en otra parte: el "extremismo político" igualitario o el "radicalismo excesivo" siempre deberían leerse como un fenómeno de desplazamiento ideológico-político: como un índice de su contrario, de una limitación, de una imposibilidad efectiva de "llegar hasta el final". ¿Qué fue el recurso jacobino al "terror" radical sino una especie de actuación histérica que atestiguaba su incapacidad para perturbar los fundamentos mismos del orden económico (la propiedad privada, etc.)? ¿Y no ocurre lo mismo con los llamados "excesos" de la Corrección Política? ¿No reflejan también el abandono de cualquier intento de afectar a las causas reales (económicas, etc.) del racismo y el sexismo?


Quizás entonces ha llegado la hora de hacer problemáticas las asunciones habituales, compartidas por prácticamente todos los izquierdistas "postmodernos", según las cuales el "totalitarismo" político es de algún modo el resultado del predominio de la producción material y de la tecnología sobre la comunicación intersubjetiva y\o la práctica simbólica, como si la raíz del terror político residiera en el hecho de que el "principio" de la razón instrumental, de la explotación tecnológica de la naturaleza, es ampliado también a la sociedad, de modo que las personas son tratadas como puras mercancías para ser transformadas en un Hombre Nuevo. ¿Y si fuera cierto justamente lo contrario? ¿Y si el "terror" político señalara precisamente que la esfera de la producción (material) es negada en su autonomía y subordinada a la lógica política? ¿No será que todo "terror" político, desde los jacobinos a la Revolución Cultural maoísta, presupone la forclusión de la producción, su reducción al campo de batalla político? En otras palabras, a lo que esto apunta de hecho es nada menos que al abandono de la idea clave de Marx de que la lucha política es un espectáculo que, para ser descifrado, tiene que remitirse a la esfera de la economía ("si el Marxismo tuviera algún valor analítico para la teoría política, no está en la insistencia en que el problema de la libertad se halla contenido en las relaciones sociales implícitamente declaradas como 'apolíticas' --es decir, naturalizadas-- en el discurso liberal"). [14]

En cuanto a las raíces filosóficas de esta limitación del terror igualitario, es relativamente fácil distinguir las razones del error fundamental del terror jacobino en Rousseau, quien estaba dispuesto a perseguir hasta su extremo "estalinista" la paradoja de la voluntad universal:



A excepción de este primitivo contrato, la voz de la mayoría obliga siempre a todos los demás, lo cual es una consecuencia del mismo contrato. Empero surge esta pregunta: ¿cómo puede un hombre ser libre y verse al mismo tiempo obligado a someterse a una voluntad que no es la suya? ¿Cómo los que se oponen son libres si han de sujetarse a leyes que no consintieron? Respondo a esta cuestión diciendo que está mal planteada. El ciudadano consiente a todas las leyes, aun a las que se aprueban a pesar suyo y hasta a las que lo castigan cuando se atreve a violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general, y por ésta dichos miembros son ciudadanos y libres. Cuando se propone una ley en la asamblea popular, lo que se pide al pueblo no es precisamente si aprueba o desecha la proposición, sino si está o no conforme con la voluntad general que es la suya. Cada cual, al dar su voto, dice su parecer sobre el particular, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la voluntad general. Luego, cuando prevalece un dictamen contrario al mío, esto no prueba sino que yo estaba confundido y que lo que creía que era la voluntad general no lo era en realidad. Si mi parecer particular hubiese ganado, yo hubiera hecho en este caso una cosa contraria a la que había querido hacer, que era someterme a la voluntad general. (El Contrato Social, Libro 4, Cap. 2).



El cierre "totalitario" se encuentra aquí en el cortocircuito entre lo constatativo y lo performativo: al considerar el procedimiento de votación no como un acto performativo de decisión, sino como un acto constatativo, como el acto de expresar la opinión sobre (o adivinar) cuál es la voluntad general (que de este modo es substancializada como algo que PREEXISTE al voto), Rousseau evita la difícil cuestión de los derechos de quienes permanecen en minoría (ellos deberán obedecer la decisión de la mayoría porque, en el resultado de la votación, aprenden cuál es realmente la voluntad general). En otras palabras, los que permanecen en minoría no son simplemente una minoría: al conocer el resultado del voto (que es contrario a su voto individual), ellos no aprenden simplemente que son una minoría --lo que ellos aprenden es que estaban EQUIVOCADOS sobre cuál es la voluntad general.



El paralelismo entre esta realización de la voluntad general y la noción religiosa de la Predestinación no puede ser más llamativo: en el caso de la Predestinación, el destino está también substancializado en una decisión que precede al proceso, de modo que el conjunto de las actividades de los individuos no constituye performativamente su destino, sino que descubre (o conjetura) el destino preexistente de cada uno. Lo que se soslaya en ambos casos es la inversión dialéctica de la contingencia en necesidad, esto es, el modo en que el resultado de un proceso contingente es la apariencia de necesidad: retroactivamente, las cosas "habrán sido necesarias". Esta inversión fue descrita por Jean-Pierre Dupuy:



El acontecimiento catastrófico está inscrito en el futuro como un destino seguro, pero también como un accidente contingente: podía no haber ocurrido, incluso si, en futur antérieur [futuro compuesto], aparece como necesario. / .../Si ocurre un acontecimiento excepcional, como una catástrofe, por ejemplo, esto podía no haber ocurrido; sin embargo, si no ha ocurrido no es inevitable. De modo que es la realización del acontecimiento --el hecho de que ocurra-- lo que retroactivamente crea su necesidad. [15]


Dupuy analiza el ejemplo de las elecciones francesas presidenciales de mayo de 1995, y en concreto el pronóstico de enero del Instituto de Encuestas de Voto: "Si el próximo 8 de mayo el Sr. Balladur resulta elegido, uno puede decir que la elección presidencial estaba decidida antes incluso de que ocurriera". Si por casualidad ocurriera algún acontecimiento, éste crearía la cadena precedente que lo haría parecer inevitable: ESTO, y no los lugares comunes sobre cómo la necesidad subyacente se expresa en y por el juego accidental de las apariencias, es in nuce la dialéctica hegeliana de la contingencia y la necesidad.



Lo mismo se aplica a la Revolución de Octubre (una vez que los bolcheviques conquistaron y estabilizaron su asentamiento en el poder, su victoria apareció como un resultado y como la expresión de una necesidad histórica más profunda), e incluso a la discutidísima primera victoria presidencial de George W. Bush (después de la contingente y discutida mayoría de Florida, su victoria aparece retroactivamente como una expresión de una tendencia política estadounidense más profunda). En este sentido, aunque nosotros estemos determinados por el destino, sin embargo somos libres de escoger nuestro destino. Según Dupuy, ésta es también la forma en que deberíamos acercarnos a la crisis ecológica: no valorar "realistamente" las posibilidades de la catástrofe, sino aceptarla como el Destino en el preciso sentido hegeliano; como en la elección de Balladur, "si la catástrofe sucede, uno puede decir que su acontecimiento estaba decidido antes de que ocurriera". El Destino y la acción libre (que permite el condicional "si") van de la mano: la libertad es en su sentido más radical la libertad de cambiar el Destino. Esto nos devuelve a nuestra pregunta central: ¿cómo sería una política jacobina que tuviera en cuenta este retroactivo ascenso contingente de la universalidad? ¿Cómo debemos reinventar el Terror Jacobino?



Notas

[1] Para una descripción histórica equilibrada del Terror, ver David Andress, The Terror: Civil War in the French Revolution, London: Little, Brown 2005.

[2] Alain Badiou, Logiques des mondes, Paris: Seuil 2006, p. 98.

[3] Louis-Antoine-Leon Saint-Just, Oeuvres choisies, Paris: Gallimard 1968, p. 330.

[4] Y tenía razón: como hoy sabemos, en los últimos días de su libertad, el rey Luis XVI estaba negociando con potencias extranjeras un complot para iniciar una larga guerra de Francia contra las potencias europeas, donde el rey se presentaría a sí mismo como un patriota, liderando el ejército francés, y luego negociaría con las potencias de Europa una paz honorable, reconquistando así su plena autoridad --en suma, el "gentil" Luis XVI estaba dispuesto a lanzar a toda Europa a la guerra para salvar su trono...

[5] Ver Walter Benjamin, "Critique of Violence," en Selected Writings, Volumen 1, 1913-1926, Cambridge (Ma): Harvard University Press 1996.

[6] Friedrich Engels, "Introduction (1891) to Karl Marx, The Civil War in France", en Marx/Engels/Lenin: On Historical Materialism, New York: International Publishers 1974, p. 242.

[7]Ver el análisis detallado en Claude Lefort, "The Revolutionary Terror," en Democracy and Political Theory, Minneapolis: University of Minnesota Press 1988, p. 50-88.

[8] Citado de Brian Daizen Victoria, Zen War Stories, London: Routledge 2003, p. 132.

[9] Ibid

[10] P.R.Palmer, Twelve Who Ruled, New York: Atheneum 1965, p. 380.

[11] Margaret Washington, enlace.

[12] Ibid.

[13] Ver Henry David Thoreau, Civil Disobedience and Other Essays, New York: Dover Publications 1993.

[14] Wendy Brown, States of Injury, Princeton: Princeton University Press 1995, p. 14.

[15] Jean-Pierre Dupuy, Petite métaphysique des tsunami, Paris: Seuil 2005, p. 19.

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