Hay que olvidarse de las imágenes circulantes de Vicente Huidobro y descubrir su verdadero rostro, Una cara que nos es, de modo especial a los chilenos, instintivamente familiar. Sí, la de uno de nuestros tres o cuatro grandes poetas modernos, conviene dejarlo establecido; pero haría falta acaso ver a Huidobro por primera vez para reconocerlo por encima de los apólogos, de las generalidades de manual o de los raros estudios especializados de que ha sido objeto. Todo lo que aquí se diga será una primera aproximación a esta imagen distanciada del poeta que quisiera captarlo en su realidad de verdad y en su verdadero irrealismo, poner en relación las observaciones que surjan de este encuentro con las características de su escritura.
Contexto Cultural y Textos Críticos
Trabajar con Huidobro, abordarlo como tema, es trabajar contra esas imágenes de Huidobro a las que me referí al comienzo. En primer lugar está su autorretrato, que tiene todo el aspecto de ser una gran mistificación. Ese autorretrato cubre las tres cuartas partes de una obra escrita en primera persona; es una abstracción personificada. Sus rasgos favorecen al mito en que su autor prefería encarnarse. Y no sólo por una cuestión de vanidad personal. El poeta, adoptando en esto el estilo de la época, se identifica con uno de esos seres excepcionales que las literaturas de vanguardia pusieron a la orden del día. Huidobro parece haber sido una persona sumamente vanidosa, pero sólo lo es literariamente cuando su obra decae, y el «yo egolátrico» que campea en ella se torna autobiográfico, prueba a poner su corazón al desnudo, confiesa(1). En cambio su poesía más lograda -y esto es lo que habría que examinar culturalmente, pues da también la medida de la distancia a que nos encontramos, en este momento, de Huidobro- está centrada y gira continuamente en torno a la idea de una misión espectacular del poeta que «crea fuera del mundo que existe el que debiera existir»(2). Uno siente, a ratos, la especie de voluptuosidad con que la vanidad infantil de Huidobro juega con esa idea o con esa presunción, y su alegría de entrar a un poema como al escenario de un ritual para hacer surgir de la nada ese mundo que debiera existir, investido de poderes mágicos. En las cimas de su poesía, por lo demás, es donde la relación entre la seriedad y el juego se afina y se atempera mejor. En otros contextos el humor de Huidobro resulta un poco obvio, su ironía de inmoralista, externa y estereotipado. En la primera estrofa de «Monumento al mar», humor e ironía -«el desenfado creacionista y el humor blanco» en la nomenclatura de Braulio Arenas(3)- se deslizan por los versos como la sangre por las venas, y esta perfecta adecuación de poesía y humor tiene todo el sabor de una consustancialidad(4):
Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los tambores del orgullo y las pupilas tenebrosas
Y si yo soy el traductor de las olas
Paz también sobre mí.
La «personalidad de excepción» que quiere encarnar Huidobro en su persona y en su obra(5) centrada en el yo impersonal o suprapersonal del mago de las palabras, le viene al poeta del simbolismo de cuya ideología se impregnó por completo. «Para la tradición simbolista el poeta es un ser privilegiado, un solitario, un iluminado, un encantador de palabras»(6).
Huidobro pasa por haber liquidado el modernismo, y es, como los modernistas, un simbolista tardío, con la diferencia de que escapó a la influencia de Verlaine o de los simbolistas menores y al retoricismo de la Bella Epoca, para remontarse, en lugar de ello, a las fuentes, y rondar en torno a Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé.
Muchos de los tópicos baudelerianos pasan al creacionismo y, esencialmente, el de la sed insaciada que Baudelaire cristalizara así, poéticamente: «Plonger dans l'inconnu pour trouver du nouveau »(7). El ansia de infinito, el descubrimiento del infinito que Huidobro convierte en lugares comunes de su poesía (en esos «contenidos explícitos» que la estética de Baudelaire rechazaba en beneficio de la «magia sugestiva») son obsesiones de esa escuela que veía en la poesía, como dice Marcel Raymond, «un instrumento irregular de conocimiento metafísico».
Al «N’importe où, où, bord du monde», responde el creacionismo con el intento de crear fuera del mundo que existe el que debiera existir -«la creación pura»- que es un eco de la tentativa mallarmeana de crear un absoluto contra la vida, Huidobro repite, a su manera, las protestas de un rigor poético del que, en verdad, no siempre dio muestras fehacientes: «Yo, por mi parte, niego absoltamente la existencia de lo arbitrario en el arte» (8). Escribió, de otra parte, un confuso «Tríptico a Mallarmé» en que trató de aprehender los motivos intelectuales del maestro, su voluntad de sustituir a la palabra, por medio de la palabra poética, el silencio, la pureza del no ser, la nada.
Ese itinerario del ser al no ser del lengua sería el que describe Altazor si nos remitiéramos a la interpretación que hace de este poema Braulio Arenas:
«La historia, contada en siete cantos de la palabra humana vuelta verbo poético.» En realidad, más bien, de las encontradas «filosofías» de Huidobro y de su opción final por el caos de la palabra en libertad o por una poesía del absurdo. «De ahí el desarticulado final -agrega Arenas- con frases rotas y palabras de confusa algarabía, pues consideraba Huidobro que la poesía iba a cumplir su carrera como el sol que se destroza en mil fragmentos de luz sobre el horizonte de la tarde»
En la tradición del simbolismo, Huidobro, «antipoeta y mago», postula «el poder de las palabras», una cierta reversibilidad entre las palabras y las cosas, la ruptura entre el lenguaje poético y el lenguaje instrumental y oral(10). Luego habría que ver en qué sentido la teoría del creacionismo -en la que no perseveró prácticamente Huidobro- es congruente con la estética del simbolismo; pero el hecho es que la alquimia del verbo Y la palabra esencial de Mallarmé preocuparon a «aquellos que pudieran considerarse, entre nosotros, los Baudelaire, los Rimbaud, los Mallarmé del movimiento nuevo».
La palabra esencial, aquella que presenta en sus vocales y diptongos como una carne (Mallarmé), «instrumento de poder», es, en un momento de la poética huidobriana, «el vocablo virgen de todo prejuicio, el verbo creado Y creador, la palabra recién nacida». «Ella se desarrolla -agrega, con gracia, Huidobro- en el alba primera del mundo. Su precisión no consiste en denominar las cosas, sino en no alejarse del alba.» Y: «el valor del lenguaje del poeta está en razón directa de su alejamiento del lenguaje que se habla»(11). Mientras que, por lo que a mí me parece una conjunción de la impotencia en que se resuelve el fetichismo simbolista de las palabras y la tendencia de Huidobro a poetizar sobre sus teorías, por la que, a veces, da en otro blanco que el que se propone flechar, Altazor -entre otros textos- explicita, en cierto modo vulgariza «el drama que se juega entre la cosa y la palabra» su afinidad o identidad mágica.
Hay palabras que tienen sombra de árbol
Otras que tienen atmósfera de astros
Hay vocablos que tienen fuego de rayos
Y que incendian cuando caen
Otras que se congelan en la lengua y se rompen al salir
Como esos cristales alados y fatídicos.
Se habla de esas palabras, no con ellas. De un proyecto incumplido por el discurso que lo explica y que, además, parecería reducirlo al absurdo. La relación de Huidobro con el simbolismo es más bien la de un fraile escéptico con los tesoros de una iglesia agonizante; pero no voy a terminar nunca de determinar esta relación calidoscópica, que sería preciso examinar en cada caso sobre el terreno, en los distintos niveles en que se insinúa o patentiza.
El joven Huidobro citaba a Rimbaud y a Mallarmé en 1913. Versos o nociones claves de «El barco ebrio» o de Las iluminaciones recorren el mundo poético entero de Huidobro, que responde a esos llamados con señales de entendimiento.
Al «Y a veces he visto lo que el hombre ha creído ver» por el cual "El barco ebrio» se abre paso hacia Las iluminaciones, corresponde, en Altazor, el whitmaniano: «Yo hablo en nombre de un astro por nadie conocido / hablo en una lengua mojada en mares no nacidos».
El movimiento antihumanista, de odio a la cultura burguesa y a la realidad entera que se ordena en la perspectiva de aquélla, vocifera en Rimbaud por la barbarie -para Jacques Rivière, Rimbaud era el ángel condenado por su rigurosa pureza a incomprender el mundo- y se repite en Huidobro -menos terriblemente angélico y más burgués que Rimbaud-:
Soy bárbaro tal vez
Desmesurado enfermo
Bárbaro limpio de rutinas v caminos marcados
No acepto vuestras sillas de seguridades cómodas
Soy el ángel salvaje que cayó esta mañana
En vuestras plantaciones de preceptos
Poeta
Antipoeta
Culto
Anticulto
(Altazor)
«Mi superioridad -decía Rimbaud- consiste en que no tengo corazón.» Los herederos del simbolismo, para los cuales la poesía sobrepasa al hombre y a sus circunstancias, mantuvieron esa guerra al sentimiento, al personalismo sentimental o al sentimentalismo personal, propio de ciertas vertientes del romanticismo. Se puede huir del «subjetivismo romántico» por muchas razones, y la más fácil de entender será la que da uno de aquellos herederos, al poeta intelectual T. S. Eliot, que huye de la personalidad y de los sentimientos personales para acceder a una «cierta verdad general»(12). Alfonso Reyes habló de la desentimentalización que significaba, en América Latina, una reacción contra el sentimentalismo modernista y neomodernista. «Nada de anecdótico ni de descriptivo" había dicho Huidobro, el primero de los poetas vanguardistas de habla española. Según Fernando Alegría: «Huidobro acaba con el sentimentalismo de fin de siglo. Hasta el neoromanticismo místico de Prado, de la Mistral y Cruchaga debe afrontar, como fuerza antagónica, la impersonalidad escéptica y humorística de Huidobro"(13). Yo no estoy, en cambio, tan seguro de que el primer detractor de Huidobro, el joven Guillermo de Torre de Literaturas de Vanguardia, no tuviera en parte la razón cuando hablaba de «las pesquisas imaginistas de los líricos neorrománticos enmascarados bajo la etiqueta imaginista» en un tonito zumbón, al escribir contra su ex maestro: «En general -Huidobro- permanece fiel a los temas sentímentales y románticos ... » Menos polémicamente comprometida parece ser la observación de Federico de Onís, según la cual:
Bien que todos los modos de poesía de la época estén representados en América y que los americanos como Huidobro y Borges hayan colaborado a su creación, la nueva poesía americana prosigue su evolución, que le es propia y que presenta ciertos caracteres durables después de los últimos modernistas Rubén Darío, Lugones, Herrera y Reissig, hasta los poetas de nuestros días, ella no se ha podido despegar del romanticismo como la poesía europea no por falta de modernidad, sino porque el americano de todos los tiempos, llámese sor Juana, Rubén Darío o Neruda, no puede renunciar a ningún pasado, sino que tiene necesidad de integrarlo en el presente. (Antologia de 1a poesía española e hispanoamericana.)
El hecho es que, con el tiempo, el caso de Huidobro ha llegado a interesar tanto por su innegable condición de figura relevante de la vanguardia poética hispanoamericana como por su parentesco con los poetas que le precedieron en el uso de la palabra, en la línea de ese romanticismo que se encierra detrás de todos los impulsos de la literatura hispanoamericana(14). Creo muy posible entresacar de su personalidad literaria ciertos rasgos típicos, latinoamericanos, que digan relación con el sincretismo cultural al que se refirieran Federico de Onís, Guillermo de Torre y otros.
Su relación con Darío es más profunda acaso que la que puede cancelarse invocando una serie de encuentros casuales.
Se sabe, para empezar, que el joven Huidobro hizo, en su adolescencia, malos calcos rubendarianos, entre ellos su «Apoteosis», dedicado al hijo del inmortal Lelián. Que se estimó a su paso por España, que « ...el autor de Ecuatorial ha ejercido en toda la lírica castellana el mismo influjo que Darío en su tiempo... » (15), y que todavía en 1935, en Vientos contrarios, Huidobro protestaba contra «esos señores que se creen representar la España moderna y que han tomado la moda de reírse de Rubén Darío, como si en castellano desde Góngora hasta nosotros hubiera otro poeta fuera de Rubén Darío».
Los que conocemos las bases [continúa] del arte y de la poesía modernos, los que podemos contarnos entre sus engendradores, como Picasso, Juan Gris, yo, Pablo Gargallo, hablo de los que pueden leer a Darío en su lengua, sabemos lo que significa el poeta y por eso hablamos de él en otra forma.
Los falsos modernos lo denigran. (Vientos contrarios.)
Que yo sepa, hay un intento al menos de establecer una relación de continuidad entre Darío y Huidobro, pero sólo voy a tocarla aquí a título de información, pues me parece el paradigma de un cierto tipo de mistificación, aunque no dude de su honradez.
Según Juan Larrea -uno de los poetas españoles que siguieron a Huidobro a partir de 1918- el Ultraísmo -el movimiento que desencadenó Huidobro en España- fue «contestación genuina al llamamiento de Rubén Darío y presentaba indicios de una prerreminiscencia americana».
Como Darío el fin del mundo, Huidobro habría vaticinado el fin de la civilización occidental, y, en suma, ambas figuras son flechas indicadoras que apuntan a la identidad «entre el llamado mundo nuevo, a que aspira por múltiples derroteros el subjetivismo de los hombres de hoy, y el objetivo Mundo Nuevo de América»(16).
A mi juicio, si de alguna coincidencia puede hablarse, ésta podría descomponerse en los siguientes elementos: 1) romanticismo de las emociones o de los sentimientos por el que ambos caen en el personalismo sentimental y por el cual al final de sus vidas alcanzan una ascesis no de los sentimientos, sí de las actitudes intelectualistas que se demuestran entonces como tales; 2) en la aventura análoga a que se abocaron en momentos distintos y en la órbita de diferentes sistemas de lenguaje poético, mera diferencia de grado en ciertos aspectos ideológicos por los que ambos comulgan en un mismo sistema de creencias simbolistas.
Esa aventura fue obviamente la de desprovincializar, acogiéndose a la influencia francesa, el lenguaje poético latinoamericano, y comprendía en Darío la repristinación de una conciencia lingüística de la gran tradición de la poesía española, su neogongorismo, y en Darío y Huidobro -recuérdese "Las letanías de nuestro señor Don Quijote» el Mío Cid Campeador- una contribución de ambos poetas a España como mito, un españolismo de actitud romántica o un hispanismo vital con algo de un profético saber de salvación.
Falta en Huidobro la aspiración a encontrar una forma en la América oculta, el vertedero de un estilo que permitiera expresar «el alma de la raza» como se decía en tiempos del criollismo (17). Su «galicismo mental» (18) se niega a resolverse en la inquietud de una conciencia artística desgarrada entre distintas instancias raciales y culturales, articulándose simplemente a su proyecto de «una voz de poeta que pertenece a la humanidad». Su europeísmo sin mala conciencia, que ahora resulta tan anacrónico en cierto modo, como el prurito de expresar «el alma de la raza», es ya un desafío de francotirador vanguardista a la institucionalización del americanismo ocupado en desenterrar a la América oculta con métodos que repugnarían al «lógico desprecio al realismo» que profesaba Huidobro.
El poeta parece no sentir problemáticamente su falta de «raigambre nacional y continental» que, junto a su presunta «falta de humanidad» «son signos -afirma F. Alegría- de la sutil retórica que amenaza, desde adentro, su poesía».
Yo llamaría la atención sobre el hecho de que en ese relativo desarraigo -que no llegó, por lo demás, a consumarse, ni biográficamente como en Vallejo, ni lingüísticamente como en el caso de tantos otros poetas latinoamericanos de lengua francesa- se acusa una de las tantas características por las que el poeta pertenece a su clase (con la que sostuvo una relación de rebeldía pero a la que, negándola, permaneció ligado). La gran burguesía chilena es europeísta y afrancesada por tradición. De otra parte Huidobro -bajo la influencia primera y definitiva de Apollinaire- vive en la Europa de entreguerras una época de cosmopolitismo cultural, poético, físico («Siglo embarcado en aeroplanos ebrios», dice en Ecuatorial), al que se asimila de inmediato tomando esos aires y dándoselos llegado el caso, como en el patético «Viajero sin fin» de sus últimos poemas con que se presenta alegremente en «Poemas árticos»: «Una corona yo me haría / de todas las ciudades recorridas».
En el marco del creacionismo Huidobro se da a sí mismo las condiciones teóricas de su «desarraigo» al afirmar que «Si para los poetas creacionistas lo que importa es presentar un hecho nuevo, la poesía creacionista se hace traducible y universal, pues los hechos permanecen idénticos en todas las lenguas».
El objeto creado, lingüísticamente estandardizado, que «no pierde nada en la traducción de su valor esencial» y que surge de una evaluación parcial, esquemática de los que el poeta llama «detalles lingüísticos secundarios» -«La música de las palabras, los ritmos de los versos»- es una aberración idiomática con la que habría que ver, a través del análisis estilística, hasta qué punto la poesía de Huidobro está de acuerdo. Pues, evidentemente, el poeta no escribió en esperanto.
Este objeto nuevo -esnobista y tecnocrático- de improbable o defectuosa fabricación, antes que nada se constituye en otro signo de la aspiración a una cultura, un arte, una poesía universales en los cuales Latinoamérica ha querido, época a época, salvarse de su siempre presente pasado colonial, de subdesarrollado.
El rubendarismo de Prosas profanas pone al desnudo, patéticamente, nuestro provincianismo allí donde prueba a vestirlo con lo ajeno, y ese primer modernismo tiene todo el aspecto démodé propio de la última moda para el uso de los nuevos ricos de las colonias culturales. La poética de Huidobro salva a su poesía de las ridículas preciosidades rubendarianas. 0, mejor dicho, los tiempos eran otros; pero su poética, en cambio, condenada a muerte ya por sus esquematismos y sus inconsecuencias es, como el arsenal metafórico de Darío, un batiburrillo de valores y disvalores por el cual puede inferirse que la relación con la cultura europea no ha cambiado radicalmente en lo que va del modernismo al creacionismo, independientemente del hecho de que se haya vivido o no esa relación de una manera problemática. No descarto la posibilidad de que esa relación sea también, en otro sentido, la nuestra. No se trata aquí de enjuiciar un fenómeno sino de describirlo.
A mi entender hay una ingenuidad en Huidobro, expresada particularmente por él en el orden de las ideas estéticas, y, como actitudes concomitantes a ella, una especie de temeridad, de audacia aventurero-cultural por la, que recuerda al Darío de Jean Cassou, al retrato inevitablemente paternalista que éste nos dejara de aquél: «un ingenuo venido de las profundidades del trópico para rejuvenecer, con una mirada nueva, nuestro viejo patrimonio histórico, legendario, culturas».
Sé, por experiencia propia, lo antipática que resultó esta imputación, pero de un modo u otro, Darío Y Huidobro nos parecen más genuinos y «explicables» si los relacionamos con el «nivel subalterno del subdesarrollo», desde el que se levantaron, como representantes ecuménicos de una abstracta cultura universal tomada así, por lo alto.
«Quienes sean lo bastante fuertes para tocar a las puertas de la gran cultura universal serán capaces de abrir sus batientes y de entrar en la gran casa», asevera Alejo Carpentier(19), en el convencimiento de que no hay en Latinoamérica un «subdesarrollo intelectual parejo al económico».
Somos muchos los que pensamos Y más aún los que queremos pensar así, por una cuestión de principios contrarios al economismo vulgar o al seudomarxismo que todo lo explica en términos económicos. Con todo la opinión contraria no dejaría de señalar -aunque su explicación fuese deficiente, esto es, la explicación por la economía- a un atendible fenómeno por el que el subdesarrollo es también una «actitud del espíritu» de la que no se desembarazan ni aun aquellos capaces de instalarse, por derecho propio, en «la gran casa de la cultura universal», y por la que estos huéspedes de última hora nunca se identifican del todo con sus pariguales europeos, siempre conservan algo de lo que se entiende por provincialismo.
Es que si bien resulta chocante y felizmente incorrecto aceptar que existe, entre nosotros, «un subdesarrollo cultural parejo al económico» o condicionado por éste, la verdad es que salta a la vista una relación de correspondencia entre el atraso social, económico y político y nuestra realidad cultural inquieta, flotante, permeable a todos los desarraigos, que no dispone de una base histórica lo suficientemente sólida, que carece de tradiciones en torno a las cuales articularse orgánicamente o contra las cuales insurreccionarse. Hay que contar, además, con un margen variable de subdesarrollo cultural real que sí es parejo a nuestro subdesarrollo socio-político-económico. Sólo ciertos genios -¿quiénes lo fueron, quiénes lo son entre nosotros?- escaparían a los anacronismos, a las confusiones, a los eclecticismos, a los apresuramientos que resultan, a nivel de las capas ocultas, de la información atrasada o superficial o de segunda mano; pero en este punto más vale recordar al propio Huidobro para quien «la palabra genio es un abuso del lenguaje». También él era si no un escritor subdesarrollado, un poeta de lo que llamamos ahora el Tercer Mundo Americano y su «galicismo mental» no me parece que hiciera de él un poeta culto europeo, hiperconsciente al sumir las tradiciones o al tomarlas por asalto, del peso de las mismas.
Hay un juvenilisimo en Huidobro, un infantilismo casi, en que en parte coinciden su temperamento y su carácter con el clima histórico de una época «cuya literatura se parece a un juego delicioso, a la imagen de un mundo que es como un bello domingo después de una fatigosa semana» (20) pero por el que, de otra parte, el poeta acusa nuestras limitaciones y nuestras desmesuras de «pueblos jóvenes».
Aprovecho la coyuntura para insistir en que una cierta actitud «sobradora» de dandysmo literario, cierto engreimiento esnobista, el tono autocomplaciente con que Huidobro hace como sí hablara una literatura de «juegos de salón» aforística, de ocurrencias, estocadas y alfilerazos, brillantes, en todo ello influye su condición de «pije» chileno, a la que están ligadas, por lo demás, una serie de características a un tiempo subversivas y reaccionarias de su estructura ideológica.
Huidobro juega «el juego delicioso» de la literatura de su época como un aficionado de condiciones excepcionales, pero se obstina en probar que ha cambiado las reglas del mismo allí donde, en lugar de sobrepasarlas con una causística genial, no ha hecho más que infringirlas con una torpeza de recién llegado. Por haber dicho, por ejemplo, que «para mí nunca ha habido un solo poeta en toda la historia de nuestro planeta» habría merecido un correctivo ejemplar en su época misma, aunque ésta le pintara bigotes a la Gioconda. Ahora uno siente vergüenza ajena de muchas de las argumentaciones medio escolares, sentenciosas, con que Huidobro pretendía probar, en última instancia, su condición de primer poeta en toda la historia de nuestro planeta, su prioridad de inventor de la poesía y su originalidad absoluta.
Lo que se espejea en esas argumentaciones -diga lo que dijere el poeta contra la popularidad de la que no alcanzó a gozar en pleno- es un amor contrariado al éxito(21) y el poeta habla por la herida de una semifrustración, todo lo cual no impide que -dicho sea en honor a su intuición, a su fino olfato estético- resulte justo en muchas de sus evaluaciones crítico-literarias.
Pero lo que yo quiero señalar en correlación con las libertades excesivas que puede esperarse se tome un latinoamericano en su trato con las culturas europeas -como producto de un conocimiento exterior de las mismas o de una relativa ignorancia de sus mecanismos internos- es lo que se llamó «la tendencia natural y constante en América a la síntesis de las culturas» (22) -esas transculturaciones que han debido ser nuestra especialidad- por la que «la supervivencia del pasado en el presente, el proceso de integración de diversas y aun contrarias formas culturales constituye un carácter específico del espíritu americano»; razón por la cual, de otra parte, hasta la época del vanguardismo, acaso hasta nuestros días, pervive el romanticismo que «se encierra detrás de todos los impulsos de la literatura hispanoamericana», el personalismo y el individualismo correlativos, menos acaso como signos de una «manifestación del genio de los pueblos a través de la intuición de ciertas individualidades» que, por el contrario, como rasgos inevitables de una producción superflua, que no surge en respuesta a una demanda colectiva, con la naturalidad y el grado de elaboración técnica que caracterizan a los productos culturales de una sociedad de consumo cultural, sino a partir de una, decisión íntima, de una necesidad subjetiva al extremo, de una libertad creadora que puede desplegarse en el plano de una abstracción ilimitada (23).
Por la misma razón por la que una obra creada por obra y gracia del yo individual -del «yo absoluto» huidobriano- para un consumo improbable, esto es, en medio de un vacío cultural, no se articula «de por sí» a la historia, su relación con la historia de la cultura puede ser igualmente arbitraria, y, en el caso de Huidobro, su irrealismo, su individualismo y su diletantismo de coleccionista cultural se corresponden. También su espíritu de contradicción (24) que no conlleva una actitud o una vocación especiales para el juego dialéctico de las ideas sino que surge de una relativa imposibilidad de ponerse de acuerdo consigo mismo o para poner de acuerdo ideas a las que se suscribe, procedentes de distintos, antagónicos o irreconciliables campos ideológicos. El intelectual inorgánico del subdesarrollo está más expuesto acaso que cualquier otro a desarrollar una personalidad babélica por la que hable la confusión de las lenguas, a adoptan una conducta cultural incongruente.
Como si mi cerebro estuviese dividido en dos comprartimientos absolutamente independientes [escribe Huidobro en «La confesión inconfesable»], me sentía atraído con igual pasión por el estudio de las ciencias, lo que me hizo seguir cursos en la Sorbona y otras universidades europea, sobre Biología, Fisiología y Psicología Experimental, y por el estudio de lo maravilloso, lo que me hizo dedicar muchas horas a la Astrología, a la Alquimia, a la Cábala antigua y al ocultismo en general.
Se dirá que ésta es la expresión normal de una gran curiosidad intelectual —nada del hombre le era ajeno etcétera—, pero yo creo que esos compartimientos absolutamente independientes que se multiplican en todos sentidos llegan hasta nosotros, muchas veces, bajo la especie de inconsecuencia, como las fallas de una personalidad fragmentada, como debilidades de una excentricidad.
Huidobro es, desde este punto de vista, un fracaso. En él se mezclan, sin combinarse ni entrar en tensión dialéctica, las instancias del racionalismo materialista y el irracionalismo mágico que le indica el camino de las ciencias «malditas», de la filosofía tradicional. Pero del mismo modo, acorde a la imagen de los compartimientos absolutamente separados, Huidobro es nietzscheano en su lucha contra el filisteísmo burgués, y porque ven en el poeta héroe un superhombre, cortado a su medida. Marcha así al son del aristocratismo intelectual de la revolución modernista que llevaba no el gorro frigio, sino un blanco penacho de independencia»(25); repite a Nietzsche y su obra en una larga declaración de los derechos o de las libertades del «yo absoluto». que cristaliza en su «todo aquello que es cualidad en el individuo, es detestable para la colectividad»(26). Así coincide con el autor de La rebelión de las masas, al que detestaba(27).
Pero, al mismo tiempo, el burgués Huidobro, humanista, ligado sentimentalmente al cristianismo, para el cual el comunista por «su nobleza y su generosidad» es -en esta jerga filantrópica- «el más aristocrático de los hombres», en medio del caos de Altazor -«En mi cabeza cada cabello piensa otra cosa»- junto con denunciar «la mentira abyecta de todo cuanto edifican los hombres», anuncia el advenimiento de una única y última esperanza encarnada en los «millones de obreros que han comprendido por fin / y levantan al cielo sus banderas de aurora».
Su novela La próxima (1930) se cierra al grito de «Rusia, la única esperanza» con que su protagonista Alfredo Roc -«un visionario realista y pioneer idealista»- responde al fracaso en que culmina su empresa utópica, por la que toda la novela se inscribe, a despecho de ese grito y de los puntos de vista «marxistas» que se barajan en ella, en una corriente de crítica aristocrática del capitalismo.
Alfredo Roc ha fundado una colonia en Angola, refugio de espíritus selectos contra «la catástrofe total que amenaza a la civilización por obra del capitalismo que había perdido el control de la conciencia humana y de la economía social», pero esa catástrofe sorprende a la colonia desde adentro, pues se ha infiltrado en ella la mediocridad y el fanatismo que Huidobro -aristócrata espiritual y... material- asocia, «por instinto», a la masa.
El comunismo de Huidobro es una última esperanza antiburguesa de un burgués rebelde que prefiere asociarla al «verdadero cristianismo que era en su esencia comunista» a cifrarla en la historia. 0 por la que se remite, como en 1924, en su «Elegía a la muerte de Lenin», a su fervor romántico por los grandes destinos humanos individuales.
«El héroe -escribía en una meditación entusiasta sobre Napoleón- es un dios irrealizado, más bien es el concepto de dios, nuestro anhelo de dios, nuestro deseo absoluto hecho carne.»
Con esta óptica deificante, Huidobro ponía fácilmente los ojos, en materia de «hombres de acción y de aventura» fabulosos, en personajes como el Mío Cid Campeador o en los mitos simbolistas-decadentistas de Cagliostro o Gilles de Raíz por los que acusa su ascendencia finisecular (28).
Se podría resolver el problema que plantean las dicotomías huidobronianas alegando que se trata de una figura literaria de transición, y además hay que prevenirse contra el error que consiste en pensar a un escritor de otra época como si su coherencia o su incongruencia coincidieran con las nuestras. ¿Pero es que acaso el hecho mismo de que en ciertos aspectos Huidobro perteneciese, en su tiempo, al futuro (29) y su obra aspiraba «a poblar -inmodestamente— para mil años el sueño de los hombres», pone ahora en tanta evidencia, además de sus necesarias, lícitas e inevitables articulaciones con el pasado, los puntos problemáticos en que esas articulaciones adolecen de rigidez o se presentan como trizaduras de las que se resiente ese núcleo, principio unitario o como quiera llamárselo por el que se distingue una creación individual del plancton del que surge, en que fermentan los ingredientes espirituales de una época y en que se cruzan todas sus corrientes y sus contracorrientes?
Lo que hay en Huidobro, en lo que atañe siempre a su ideología y los momentos en que en su obra habla en nombre de ideas, es, efectivamente, un escritor de transición, de los que vierten el vino nuevo en odres viejos, pero con el añadido de que, en relación a ciertos odres, el vino se comporta como un ácido.
Así ocurre con las profesiones de fe anarco-comunistas de Huidobro que se cruzan, sin entrelazarse en un mismo tejido, con todos esos hilos que traman la urdimbre de la obra de un poeta cuyo mayor orgullo era «haber arrancado la poesía de manos de los vecinos de la ciudad y haberla encerrado en la fortaleza de los caballeros ungidos».
Nietzsche y Marx deben caminar de la mano por Altazor, en el que el yo absoluto del poeta -el superego Huidobriano- «solitario como una paradoja, se ofrece en el espectáculo de uno de los más impresionantes poemas escritos en lo que va del siglo en lengua castellana, por el que Latinoamérica se pone a la altura de la gran poesía universal, arrastrando consigo -a pesar o por la actitud planetario asumida por Huidobro en ese texto- todas las irregularidades que pueden registrarse en el de be de nuestra literatura poética, de nuestra vida cultural, de lo que hemos sido y de lo que acaso somos.
En este poema-encrucijada el hablante se mueve en todas direcciones y el resultado es un laberinto verbal en cuyo pórtico debiera leerse esta definición programática, quizá la más adecuada a su poesía, de las que escribió el teorizador: «Nada de caminos verdaderos y una poesía escéptica en sí misma».
Frente a este poema babélico que es hoy en día en parte una ruina inservible, en parte una cantera o bien un ejemplo edificante de lo que no debe hacerse por ningún modo de manera análoga, ya no sólo se pueden apreciar las oscilaciones de un hombre de transición respecto de sus encontradas ideas, de las que el poeta hace explícitamente derroche en el Primer Canto. Esas trizaduras se hacen visibles también en el cuerpo mismo de la poesía de Vicente Huidobro, que se despedaza a lo largo del poema.
Varios Huidobros son los autores de Altazor, y el acuerdo al que llegan a la fecha de la redacción definitiva del texto tiene algo de una componenda por la que las distintas partes del poema sostienen con el total del mismo una relación bastante floja. Hay que recordar que la organización, arquitectura o estructura del poema, era justamente aquello que Apollinaire y los suyos tendían a eliminar, acordes a la poética del cubismo.
Esa había sido la poética de Huidobro en Horizon carré, Tour Eiffel, Hallali, pero en Altazor -el canto a mí mismo de Huidobro- vuelve por sus fueros -alentado acaso por el whitmanismo de posguerra- el joven poeta seudosimbolista o neomodernista de Adán (1916) con su caudalosidad de «bardo-profeta» emersoniano.
Yo creo que el poema no sufriría una lesión orgánica si se le suprimiera parte de sus miembros: las ramas de un árbol que ganaría con la poda, pues Altazor está hecho como la naturaleza hace un árbol(30). Lo que hace la unidad relativa del poema, antes que una organización determinada del mismo, es algo por lo cual justamente postula la imposibilidad de tal organización: la conciencia que lo atraviesa de parte a parte y que se ramifica por él, de una crisis de la realidad -«no hay bien ni mal ni orden ni belleza»- a la que se esfuerza por sustituirse «el poema creado en todas sus partes como un objeto nuevo».
En Altazor, Huidobro no hace poesía alrededor de las cosas, para satisfacción de su (equivocado) antinaturalismo pictórico; la hace alrededor de sus opiniones e ideas, y no ciertamente con conceptos inventados sino glosando dispares filosofías; la hace contra sus prejuicios Y con ellos, alrededor de sus pasiones, esperanzas y temores; Altazor explica el creacionismo a la vez que trata de encarnarlo, y, hasta donde lo permite la incoherencia por la que se desliza Altazor como por un plano inclinado, esa poética es el eje de su discurso.
Ese texto nos informa en buena medida de la razón de ser del creacionismo y de las preocupaciones intelectuales en que esa razón se funda. Menos y mas que un poema creacionista es un discurso en torno al creacionismo: la poetización de una poética antes de que ésta pruebe, finalmente, a identificarse con el poema, disolviéndose en una juguetona «inanidad sonora».
Poesía de la poesía, crítica de la poesía, demolición y construcción simultáneas de un edificio verbal que niega los materiales de que se constituye, postulación de una verdad artística que «empieza allí donde termina la verdad de la vida» pero que acusa por todas partes sus interrelaciones con un discurso más vasto -el de la aspiración de las escuelas de vanguardia a fundar una realidad vital de verdad-; «horror de la vida y éxtasis de la vida» (Baudelaire): tópicos románticos: evasión de lo real, sed de infinito, afirmación, por encima del bien y del mal de un super yo obsesionado por ideas de muerte y supervivencia; profesiones de fe panteístas y fantásticas efusiones sentimentales (como las del Canto II en que, entre versos perfectos, de una genuina originalidad, se escuchan voces que vienen de la hojarasca romántica) Altazor quiere ser la praxis del creacionismo, o, mejor dicho, de las distintas y no bien articuladas piezas teóricas que Huidobro pretendiera integrar en una poética más ingeniosa que rigurosa: en parte el dechado de la insensatez de la que se resiente el teorizador pero por la que el poeta llega a veces -no obstante el tiempo le haya gastado las cartas entre las manos- a deslumbrar:
Al horítaña de la montazonte
La violondrina y el goloncelo
Descolgada está la noche de la lunala
Se acerca a todo galope
Ya viene la golondrina
Ya viene la golonfina
Huidobro consideraba Altazor su texto más importante, bien que lo publicara en Madrid en 1931, el mismo año en que dio allí a la publicidad otro de sus poemas largos: «Temblor de cielo». Bueno sería, desde luego, conocer la cronología de los distintos Cantos o de los diversos fragmentos que componen Altazor y que está en la base -esa pluralidad de tiempos- del carácter caótico y fragmentario del poema.
Evidentemente el Prefacio de Altazor, con su chisporroteo de imágenes y sus rápidas estocadas aforísticas, y «Temblor de cielo», corresponden a una misma época de heterodoxia creacionista y de madurez, en que campean, decididamente por encima de las fórmulas de la escuela, «el desenfado creacionista y el humor blanco» de Huidobro y su exaltación neorromántica, esto es, su estilo personal.
En «Temblor de cielo» se cumple el propósito creacionista pero bajo su especie más dúctil: el de una transfiguración, metafórico e imaginista, de lo real; pero ese poema es menos interesante que Altazor: la encrucijada de todo lo que imaginó, pensó y sintió Huidobro en el curso de doce decisivos años de su vida literaria(31).
Aunque el fiel de la balanza del juicio artístico se inclinara del lado de «Temblor de cielo», yo veo en Altazor el total de la aventura poética de Huidobro, con sus altos y bajos y hasta con su perdidizo o desventurado o problemático final. Algo así como un poemario en que encallara aquí y allá la poética de Huidobro, salvándose no obstante su carga de poesía. Altazor es también un documento que aclara, hasta la trivialidad de la que no escapa, la o las genealogías poéticas de su autor, sus fuentes filosóficas o literarias de inspiración.
Es ese poema el que, por su sola presencia en nuestro idioma, exige que se le haga justicia histórica a Huidobro, rescatándolo del olvido o de las ceremonias anacrónicas en que se procede a su glorificación intemporal.
Los últimos libros poéticos de Huidobro, cuya publicación data de 1941 pero que fueron escritos, sin duda, al mismo tiempo que partes de Altazor —entre 1923 y 1934— Ver y palpar y El ciudadano del olvido son parte, como es natural, del itinerario de aquél, del reconocimiento de unas mismas zonas de la escritura. Estos libros, en los cuales no hay poemas mejores que los mejores fragmentos de Altazor, deslucen tanto junto a este volcán en erupción que arrojó materiales de todos los estratos geológicos del creacionismo, como junto al virtuosismo imaginista de «Temblor de cielo».
Las otras cimas de la poesía de Huidobro hay que buscarlas a través de sus libros o fuera de ellos, en sus Ultimos poemas. «Monumento al mar» se cuenta entre éstos.
Cuando Huidobro murió en 1948 -escribe Juan Jacobo Bajarlía, uno de los apologistas más exaltados del poeta—era prácticamente un olvidado: sólo, según nuestro conocimiento, el Journal des Poétes, de Bruselas, señaló su desaparición publicando nuestra traducción de un largo poema «Monument à la mer»), del cual Emilie Noulet ha podido decir «que jamás, salvo quizá en Valéry, el amor al mar se ha expresado con tanto fervor, con tanta grandeza»
No sé quién sea Emilil Noulet(*) pero me suscribo a la intención de sus palabras: poner a Huidobro en el lugar que muchos otros le niegan, en relación a los grandes poetas de su tiempo.
[Los vanguardismos en la América Latina, recopilación de textos por Oscar Collazos (La Habana: Casa de las Américas, 1970)]
texto disponible en: http://www.vicentehuidobro.uchile.cl/ensayo_enrique_lihn.htm
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4 sept 2008
EL LUGAR DE HUIDOBRO, Enrique Lihn (1970)
Rebotado por sauldadá at 4.9.08
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