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26 nov 2008

Antonin Artaud, la imposibilidad de pensar *


* Algunos nombres propios se vuelven infinitivos. Antonin Artaud (1895-1948) funciona en este texto como nombre de una acción (la de pensar el dolor) y como verbo de una imposibilidad que, no obstante, conjuga poesía, teatro, política, locura.

1. La civilización actual no siempre cuida la vida. La cultura no sabe qué hacer con el dolor. El hambre no sólo pide satisfacción. Alucina el abrazo de un mundo. El amparo de un cuerpo en su intensidad y su misterio. El cuerpo, la morada de un vacío que la palabra intenta colmar.



Tuve noticias de Artaud una mañana de mil novecientos setenta y dos, en el salón de una librería de la calle Corrientes. Aquiles, apasionado, me recomendó que lea estos párrafos del prefacio de El teatro y su doble.



“Nunca, ahora que la vida misma sucumbe, se ha hablado tanto de civilización y cultura. Y hay un raro paralelismo entre el hundimiento generalizado de la vida, base de la desmoralización actual, y la preocupación por una cultura que nunca coincidió con la vida, y que en verdad la tiraniza.



Antes de seguir hablando de cultura señalo que el mundo tiene hambre, y no se preocupa por la cultura; y que sólo artificialmente pueden orientarse hacia la cultura pensamientos vueltos nada más que hacia el hambre.



Defender una cultura que jamás salvó a un hombre de la preocupación de vivir mejor y no tener hambre no me parece tan urgente como extraer de la llamada cultura ideas de una fuerza viviente idéntica a la del hambre.



Tenemos sobre todo necesidad de vivir y de creer en lo que nos hace vivir; y lo que brota de nuestro interior misterioso no debe aparecérsenos siempre como preocupación groseramente digestiva”.



Muchas voces, en aquellos años, llamaban a imaginar otra cultura para inventar nuevas formas de vida. El pensamiento importaba como insurrección. Pero Artaud hace oír, en esas primeras líneas, otra cosa: extraer de la llamada cultura ideas de una fuerza viviente idéntica a la del hambre. Nunca había escuchado algo así. Ideas de una intensidad viva. Pensamientos que tuvieran el mismo sustento que la necesidad de comer. Como si supiera que las palabras poseen un poder cautivo o que transportan un movimiento que pide ser liberado de los significados endurecidos que recubren cada voz. Como si supiera que ese poder o movimiento retenido tiene la brusquedad de un espasmo o la violencia de una tempestad.





2. Breton relata que el comportamiento de Artaud en 1937, en el barco que lo traía de Irlanda, hizo que lo encerraran en un asilo. Tal vez no pudo soportar algo que siempre supo: que no tenía nada que decir. Y, sobre ese sentimiento atroz, construyó la figura de quien se cree portador de un Mensaje.



Según Breton, después de Rodez, en 1946, el delirio que invadía a Artaud nueve años antes estaba limitado. Pero, cuando algunos puntos de fricción eran tocados, esas ideas irrumpían con furor. Esa historia que lo explicaba todo asediaba en los rincones de su alma. Artaud estaba convencido de que en ese desembarco había estallado una revuelta para impedir las revelaciones que debía hacer. Conocía que Breton había muerto mientras acudía a socorrerlo. Aludía a esas circunstancias en cartas y conversaciones. Cuando el asunto aparecía, Breton lo evitaba pasando a otra cosa. Un día Artaud lo presiona: quiere que le confirme la autenticidad de aquellos hechos. Así relata Breton ese momento: “Me fue forzoso responderle, en términos apropiados (de manera de contradecirlo lo menos posible), que sobre ese punto mis recuerdos no corroboraban los suyos. Me miró con desesperación, las lágrimas le vinieron a los ojos. Algunos segundos interminables... Su deducción fue que las potencias ocultas de las cuales él se había atraído la cólera, habían logrado engañar mi memoria. No se habló más del asunto, pero cuando nos volvimos a ver más tarde, sin duda, yo, había decaído ante sus ojos”.





3. Desde Rodez, Artaud escribe contra quienes se creen con derecho de aplicar un patrón espiritual. Admite estados de confusión, sueños dementes, la vida acorralada por imágenes que pueden matar. Percibe que el sufrimiento demanda acogida o que el delirio pide un testigo. Piensa que los actos individuales son antisociales, porque sabe que la vida en comunidad, disciplinada en su ideal, repudia lo otro como defectuosidad, como excrecencia, como mal.[1][2]



Artaud no objeta el valor de un hospital como refugio, a veces, necesario. Pone en cuestión las relaciones de dominio que la psiquiatría instituye. Percibe que, ante la imposibilidad de pensar el dolor, el aterrado cuerpo médico anula su vacío con violentas construcciones autorizadas. Transcribo la Carta a los Directores de Asilos de locos.[2][3]



Señores:

Las leyes, las costumbres, les conceden el derecho a medir el espíritu. Esta jurisdicción soberana y terrible, ustedes la ejercen con su entendimiento. No nos hagan reír. La credulidad de los pueblos civilizados, de los especialistas, de los gobernantes, reviste a la psiquiatría de inexplicables luces sobrenaturales. La profesión que ustedes ejercen está juzgada de antemano. No pensamos discutir aquí el valor de esa ciencia, ni la dudosa realidad de las enfermedades mentales. Pero por cada cien pretendidas patogenias, donde se desencadena la confusión de la materia y del espíritu, por cada cien clasificaciones donde las más vagas son también las únicas utilizables, ¿cuántas nobles tentativas se han hecho para acercarse al mundo mental en el que viven todos aquellos que ustedes han encerrado? ¿Cuántos de ustedes, por ejemplo, consideran que el sueño del demente precoz o las imágenes que lo acosan, son algo más que una ensalada de palabras? No nos sorprende ver hasta qué punto ustedes están por debajo de una tarea para la que sólo hay muy pocos predestinados. Pero nos rebelamos contra el derecho concedido a ciertos hombres -incapacitados o no- de dar terminadas sus investigaciones en el campo de la mente con un veredicto de prisión perpetua. ¡Y qué encarcelamiento! Se sabe -nunca se sabrá lo suficiente- que los asilos, lejos de ser ‘asilos’, son cárceles horrendas donde los recluidos proveen mano de obra gratuita y cómoda, y dónde la brutalidad es norma. Y ustedes toleran todo esto. El hospicio de alienados, bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a las cárceles, a los presidios. No nos referimos aquí a las internaciones arbitrarias, para evitarles las molestias de un fácil desmentido. Afirmamos que gran parte de sus internados -completamente locos según la definición oficial- están también recluidos arbitrariamente. Y no podemos admitir que se impida el libre desenvolvimiento de un delirio, tan legítimo y lógico como cualquier otra serie de ideas y de actos humanos. La represión de las reacciones antisociales es tan quimérica como inaceptable en principio. Todos los actos individuales son antisociales. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social. Y en nombre de esa individualidad, que es patrimonio del hombre, reclamamos la libertad de esos galeotes de la sensibilidad, ya que no está dentro de las facultades de la ley el condenar a encierro a todos aquellos que piensan y obran. Sin insistir en el carácter verdaderamente genial de las manifestaciones de ciertos locos, en la medida de nuestra aptitud para estimarlas, afirmamos la legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de todos los actos que de ella derivan.

Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica, recuerden esto, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre los cuales -reconózcanlo- sólo tienen la superioridad que da la fuerza.



Antonin Artaud.





4. ¿Un testimonio de su estadía en el otro lado? No se trata de cultivar un imaginario de la locura. Repetir que el destino de un artista es ir más allá de las fronteras de la razón. O considerar que la verdadera enfermedad es acatar los límites de la cultura, sumergirse en la banalidad, consentir una civilización miserable. O afirmar que los más bellos cantos pertenecen a poetas que supieron extraviarse[3][4]. O suponer que los desvaríos son puentes alucinados para cruzar hasta lo más cercano de nosotros mismos. O idealizar la furia desordenada del dolor como oportunidad de una potencia desatada. No, no parece interesante sugerir que la locura es una forma de lucidez. O desconocer que, en ocasiones, el delirio es el secuestro de un cuerpo sufriente, una prisión que aísla, un encierro que ahoga, una ausencia en uno mismo. O mejor dicho, un sacrificio en el que la ausencia en uno mismo es el costo más bajo de un incendio devastador.





5. Leo un texto de Artaud que se llama Seguridad General. La liquidación del opio. Tiene conexiones con aquella carta. Afirma que no hay modo de disciplinar almas o de impedir nuestra inclinación por el veneno, sea cual fuera: la morfina, la lectura, el aislamiento, el onanismo, el alcohol, el tabaco, la anti-sociabilidad. Dice que esos impulsos son irrefrenables. Escribe: “Suprimidles un medio de locura, esas almas inventarán diez mil otros. Ellas crearán medios más sutiles, más furiosos, medios absolutamente desesperados”. Denuncia la hipocresía de todas las ideas de regeneración moral. Advierte la estupidez dañina de las buenas conciencias. Opina que desgraciadamente para la enfermedad existe la psiquiatría. Una mentalidad que no sabe comprender dolores irrefrenables que no se adaptan a estados conocidos, ni se ajustan a las palabras. Anota: “En tanto no hayamos llegado a suprimir ninguna de las causas de la desesperación humana no tendremos el derecho de intentar suprimir los medios por los cuales el hombre trata de desencostrarse de la desesperación”.



Me gustaría retener la idea de enfermedad como medio para desencostrarse de la desesperación. Admito que me cuesta razonar la idea. Describe la desesperación como costra. Como recubrimiento de nuestro cuerpo con un chaleco extraño o como esclerosis, náusea, desierto. Una envoltura que no espera nada o que es espera de nada. ¿Una costra como la que forman las sales de agua en las cañerías? ¿Sarro de una esperanza confinada? ¿Des-encostrarse? Cuelga una partícula al principio de la palabra. Pone en acción del prefijo de la inversión. El prefijo de la fuga. Una operación para burlar las zonas prohibidas de un significado. Artaud pone un cuerpo sin consigna independiente ante otro cuerpo definido para decir lo carente, lo negativo, lo desprovisto, lo contrario.





6. Conoce a Génica Athanasiou (“mi dulce rumana, mi bella mujer, mi amiga, mi ángel querido”) en 1921. Presento fragmentos de sus cartas amorosas. Momentos en los que Artaud dice cosas entremezcladas con sus ideas sobre teatro, apuros de dinero, pasajes de felicidad, estados de desolación.



La correspondencia, cuando no busca la comunicación ni la precisión del informe, es una escritura que ilusiona acoplar lo irremediablemente separado. Letras postales en las que el dolor habla de la desunión de los cuerpos, las particiones del alma, la extrañeza de los pensamientos que se saben desasidos. Artaud, en su aflicción, espera encontrarse con Génica en dónde sea. Dice que su nombre está escrito en el aire. “París, 9 de mayo de 1923, tu recuerdo llena cada vez más los mínimos intervalos de mi vida”. A pesar de enojos, reproches, presunciones, malentendidos, Artaud siente que ella lo comprende a la perfección o que lo entiende demasiado. Escribe para fijar ideas en el momento en que se producen. Le parece que vive ausente en su propia vida, despojado. No tiene pensamientos. Derrama partes de sí irreconocibles. Siente la ebullición de su cabeza llena, pero no puede decir nada. Una criatura congelada cae sobre el papel. Su espíritu se pasa la vida buscándose, no trata de encontrar palabras sino un estado sensible que corresponda con su alma. “París, 8 de mayo de 1923, En este momento mi vida es lenta, inmóvil, el cerebro muerto, el alma que se busca, aguja enloquecida y fuera de sí misma, sin sustancia. Todo esto se traduce físicamente. Te estrecho con todas las fuerzas de mis brazos”. Procura escribir aunque sabe que: “El alma del hombre no está en las palabras”. Dice que el amor se aferra al silencio porque los vocablos mienten. A veces cuando hablan se torturan. Tal vez bastaría con mirarse, sentir cosas que tienen ganas de decirse. El esfuerzo que hacen para expresarlas es una prueba de todo lo que nunca podrán decir. Lo que puede escribir es una emanación lejana de sus pensamientos. Como si dejara una piedra sola en medio de un confuso paso de montañas para señalar un camino. “París, 6 de mayo de 1923, sabemos muy bien que estamos más allá de las palabras, más allá de los gestos, más allá de todas esa figuraciones furtivas del pensamiento. Te dejo besándote y diciéndote hasta pronto, mi querido amor. Con todo mi corazón”.



La complicidad indestructible de los amantes es invadida por el dolor. Génica está preocupada por el consumo de opio. Artaud responde que ella se fija en cosas secundarias. Explica que no importan los medios que busca para aliviar su tormento, sino la dimensión misma de la punzada que siente. Dice que ella no imagina la intensidad de ese sufrimiento. La fuerza de su dolor supera todas las energías de la vida. La intensidad de ese suplicio le impide pensar en otra cosa. El peso material de ese padecimiento lo separa de Génica. “Marsella, 2 de febrero de 1924, ...Mi tristeza me rodea físicamente. Siento la cabeza embotada, como si la hubieran golpeado con una matraca. Lo que pasó entre nosotros agita mi cabeza sin cesar. En una enfermedad como la mía semejante pena resulta terrible. Siento que no lo voy a soportar. Oh Génica, no te asustes. No creas que voy atentar contra mí mismo. Al contrario”.



Años después, en una de la últimas cartas que le escribe, alucina que una raza del mal lo acosa, engaña, destruye. Todavía supone que Génica pelea a su lado, y al despedirse la besa con todo su corazón: “30 de octubre de 1940, Ville-Evrard, ...Desde que estoy internado aquí nunca le he escrito, mi querida Génica, pero la he visto muchas veces en las batallas que encabezó por mi liberación y en las cuales sufrió conmigo”.





7. Entre las primeras lecturas de urgencia que Artaud tuvo en la Argentina recuerdo las de Aldo Pellegrini y Alejandra Pizarnik.[4][5] Mi argumento se inclina por las razones de la segunda. La idea de una sensibilidad martirizada por la civilización o de una clarividencia castigada por la oscuridad de la cultura, me parece que no atiende a lo que Artaud supo extraer de su desesperación. ¿En qué consiste la intensidad de ese sufrimiento que muchas veces lo supera? Creo que la consistencia de su aflicción está hecha, también, de otra cosa de la que da testimonio: la imposibilidad de pensar lo que siente. El tajo eterno de la vida. La percepción de que la cultura niega esa hendidura.



La poética de Artaud exhibe un desacople entre palabra y emoción que pone al pensamiento en zozobra. El pensamiento: un cuerpo cobarde que sabe de la inminencia de la muerte, que no puede hacer nada para evitarla, que daría cualquier cosa por evitarla, y que de hecho da cualquier cosa sin obtener más que la suave promesa de un aplazamiento que sólo se cumple en su creencia.



Si la humanidad es una construcción de lenguaje que edifica sus formas con palabras, entonces, la humanidad es también la encarnación defectuosa de una relación imposible entre vocablo y vida, que el lenguaje trata de cicatrizar, pero que el pensamiento no puede, cuando piensa, dejar de revolver como una herida para siempre.



Alejandra Pizarnik dice que los escritos de Artaud “atestiguan esa prodigiosa sed de liberar y de que se vuelva cuerpo vivo aquello que permanece prisionero en las palabras”. Esas criaturas que usamos para comunicar aprisionan el secreto del sentido. La posibilidad de propagar la fuerza de una figuración infinita. ¿Cómo liberar el cuerpo agarrotado que habita en las palabras? ¿Cómo poner en movimiento el deseo entumecido de hablar?



En una serie de cartas sobre el lenguaje fechadas en París entre septiembre de 1931 y mayo de 1933, a propósito de la relación entre palabra y teatro, Artaud expone una cuestión que lo obsesiona ¿cómo inventar modos de expresión para eso irrefrenable que no tiene representación? Se ha creído leer en esos textos una oposición entre palabra y pensamiento en acción. Artaud advierte que la residencia de nuestro malestar es la relación que tenemos con la lengua. Sabe que no podremos expresar lo que nos pasa mientras se maneje el lenguaje como instrumento de precisión. O mientras se lo ejercite como colección de ideas secas. O mientras nos habite como conjunto inerte. O mientras se lo organice como campo de detención. Imagina que los gestos en movimiento, la acción de pensamientos que huyen, la plástica de la escena, la estética de su atmósfera inventada, la fuerza de esa afectación inmediata que nos golpea, podrían reponer (o simplemente hacer vivir) en las palabras el poder de sugestión que el deseo de hablar tiene.



Escribe: “... es necesario admitir que el lenguaje se ha osificado, que los vocablos, todos los vocablos, se han helado y envarado en su propia significación, en una terminología esquemática y restringida”.



Artaud busca otra vida de la palabra en la palabra. La necesidad de escuchar lo impronunciado, le importa más que la existencia de una multitud de nombres ya formados. No se inquieta cuando constata que los términos llevan a un callejón sin salida. Conoce la fuerza de esa insuficiencia, esa imposibilidad. Quiere revivir la vida sacrificada en “las relaciones fijas y encerradas en las estratificaciones de la sílaba humana”. Escribe: “Pues afirmo, en primer lugar, que las palabras no quieren decirlo todo, y que por su naturaleza y por su definido carácter, fijado de una vez para siempre, detienen y paralizan el pensamiento, en lugar de permitir y favorecer su desarrollo”. Entiende que los términos son terminaciones, conclusiones que cercan, límites que acaban con el movimiento del pensar.



La pretensión de decirlo todo forma una costra sobre el esmalte de sus dientes. El mal aliento del habla apesta de cadáveres en su boca. Conoce que viven emociones recluidas tras los muros de las palabras. No se interesa por el dominio de una exactitud, no anhela la claridad, no persigue explicaciones sin fisuras. Y si cultiva un argumento, sabe que el pensamiento hace su morada en los hilos que quedan sueltos. Escribe refiriéndose a sus puestas en escena: “Al lenguaje hablado, sumo otro lenguaje, y trato de devolver al lenguaje de la palabra su antigua eficacia mágica, su esencial poder de encantamiento, pues sus misteriosas posibilidades han sido olvidadas”.



Dice que el tiempo teatral se apoya en la respiración (en grandes expiraciones voluntarias o pequeñas inspiraciones accidentales), o que un gesto contenido, apenas insinuado provoca el extraño hormigueo de la evocación. Escribe que “el secreto del teatro en el espacio es la disonancia, la dispersión de los timbres y la discontinuidad dialéctica de la expresión”.



Artaud piensa que la vida en su extensión, espesor, pesadez, materia, admite el mal. Imagina un teatro de la crueldad no como dramaturgia sádica, viciosa, morbosa. Escribe: “He dicho pues ‘crueldad’ como pude decir ‘vida’ o como pude decir ‘necesidad’, pues quiero señalar sobre todo que para mí el teatro es acto y emanación perpetua, que nada hay en él de coagulado, que lo asimilo a un acto verdadero, es decir viviente, es decir mágico”. Su idea de crueldad significa entrada en la pesadilla de la palabra. La vigilia insomne de sus significados criminales, ideas enloquecidas, sentimientos sin nombres. El teatro de Artaud hace silencio para que cada palabra se rompa.





8. Conozco la historia por Blanchot[5][6]. Artaud envía a los veintiséis años unos poemas que el director de una revista rechaza con una nota de cortesía. Una breve carta con palabras de estímulo y consuelo, en la que le aventura que en el futuro alcanzará la coherencia que, por ahora, le falta. El episodio no termina ahí. Artaud no tiene la ilusión de decir más y mejor. Sabe que decir es echar de menos, hacer notar una carencia, exponer una restricción. Responde que esos textos, defectuosos e insuficientes, son pequeñas conquistas pensantes sobre su falta de pensamientos. Cuando se explica ante el editor, Artaud es dueño de lo que quiere decir. Exhibe sus razones, es convincente. Según Blanchot sólo los poemas lo exponen a esa pérdida de pensamiento que padece. Lo llevan a balbucear cosas sin sentido. Blanchot dice que Artaud comprende, desde el principio, que la imposibilidad de pensar se llama pensamiento.



Escribe Blanchot: “El sabe, con la profundidad que le proporciona la experiencia del dolor, que pensar no es tener pensamientos y que los pensamientos que él tiene solamente le hacen sentir que todavía no ha empezado a pensar. Este es el grave tormento que lo absorbe. Parece haber tocado, a pesar de sí mismo y por un error patético que es la causa de sus gritos, el punto en que el pensar significa siempre y desde ya no poder pensar aún: impoder”.



Blanchot cita una carta mencionada también en un prólogo de Alejandra Pizarnik: “Comencé en la literatura escribiendo libros para decir que no podía escribir nada en absoluto. Cuando tenía algo que escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba”. O también: “No escribí sino para decir que nunca había hecho nada, que no podía hacer nada y que haciendo algo en verdad no hacía nada. Toda mi obra fue construida y sólo podrá serlo en la nada”.



Entonces, Blanchot hace esta pregunta: “¿Por qué si no tiene nada que decir, efectivamente, no dice nada?”[6][7]. Artaud escribe para decir que no puede escribir. Para volver a constatar que el pensamiento se le niega. Para expresar la ausencia de ideas que siente. Escribe para decir la fuerza de ese no poder, de esa negativa, de esa ausencia. Blanchot piensa que Artaud vive en peligro. No se trata de que tiene poco por decir. No tiene nada. Esa nulidad le provoca una tensión sólo soportable cuando se pone a hablar. Escribe Artaud: “¡Bueno! Mi debilidad y mi absurdo consisten en querer escribir a toda costa y expresarme. Soy un hombre que ha sufrido mucho del espíritu y por eso mismo tengo derecho a hablar”.



Creo que Artaud escribe para volver a conquistar su derecho al silencio. Conoce que, en ciertas circunstancias, callar significa acatar. Soportar la violencia de los juicios que cuelgan de su vida. Añadir a su dolor, los nombres que consuman su desaparición definitiva. Imagina una defensa extraordinaria: escribir. Escribir sin decir nada. Cuando lo consigue hace de su palabra un teatro que inventa, otra vez, el silencio. Cuando no (tal vez porque la intensidad de su sufrimiento agrieta sus fuerzas), somos testigos de sus palabras seguras, los Mensajes, las categorías morales que salen de su boca.[7][8]



Me interesa de Artaud, ahora, esto último. No puede decir su dolor. Pensar es encontrar palabras que puedan transportar ese vacío. Sentir el abismo, desprenderse de los lugares comunes que lo habitan como sentencias. Temblar en un cuerpo anonadado. Intentar decir ese hueco sin derramar sobre sí significados que ahogan.



O, quizá, el derecho de hablar sin decir nada, para aliviarse de la nada, a través de algo que no finge tener lo que no tiene, sino que dice su no poder decir, la fuga de su pensamiento, su ausencia de ideas.





Escribe:



Hace mucho frío

como cuando

es Artaud

el muerto

quien

sopla.





El mail del autor es mpercia@psi.uba.ar





Bibliografía.

Artaud, Antonin (1971). Textos. Aquarius. Argentina.

Artaud, Antonin (1971). El teatro y su doble. Editorial Sudamericana. Buenos Aires.

Artaud, Antonin (1971). Van Gogh el suicidado por la sociedad. Precedido de Antonin Artaud el enemigo de la sociedad, de Aldo Pellegrini. Editorial Argonauta. Argentina.

Artaud, Antonin (1986). Cartas desde Rodez, II. Editorial Fundamentos. Madrid.

Artaud, Antonin (1989). Cartas a Génica Athanasiou. Ediciones Siglo Veinte. Buenos Aires.

Artaud, Antonin (1995). México y Viaje al país de los Tarahumaras. Fondo de Cultura Económica. México.

Blanchot, Maurice (1992). El libro que vendrá. Monte Avila Editores. Venezuela.

Derrida, Jacques (1989). La escritura y la diferencia. Editorial Anthropos. Barcelona.

Dumoulié, Camile (1996). Nietzsche y Artaud. Por una ética de la crueldad. Siglo Veintiuno Editores. México.

Pizarnik, Alejandra (1998). Obras Completas. Poesía y Prosa. Ediciones Corregidor. Buenos Aires.

Zito Lema, Vicente (1976). Conversaciones con Enrique Pichón Rivière. Timerman Editores. Buenos Aires.

texto disponible en: http://www.elsigma.com/site/detalle.asp?IdContenido=3453

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