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20 ago 2007

El mal inconfesable: Marguerite Duras-Maurice Blanchot




Por: Juan GREGORIO AVILÉS
Texto publicado inicialmente en Espinosa, n. 4 (2003), pp. 35-46

En 1982, en Les éditions de Minuit, Marguerite Duras publicó un texto del que Maurice Blanchot dice “que se bastaba a sí mismo, lo que quiere decir perfecto, lo que quiere decir sin salida”. Se trata de La maladie de la mort(1). Que este texto pueda constituir una referencia inextirpable en La communauté inavouable(2) es, en primera instancia, un hecho cuya relevancia merece ser apuntada. Es un texto, el de Duras, que se pone en juego en medio de la dualidad que supone la relación –o una de ellas- entre un hombre y una mujer: una pareja cuyo modo de relación en principio excluye la intimidad de los sujetos: una relación contractual. Y sin embargo, en medio del espacio generado por esta exclusión es posible el manifestarse de algo cuya realidad es ciertamente umbrosa pero que revela a la vez que imposibilita cualquier género de comunicación. No se debe ignorar esta diferencia entre relación y comunicación. Sería esta última un género de relación en la que la intimidad de los sujetos se presupone y se intercambia, sea de modo inmediato sea en torno a una realidad –sagrada- que obra como vínculo que aglutina a los individuos en una comunidad. Pero establecida esta presencia de lo sagrado, ¿cabría acaso pensar una relación inmediata entre individuos, que no estuviera intermediada por esta realidad? El texto de Duras no lo autoriza. La relación entre los dos personajes está habitada y como escindida por... No está de más recordar que para Kierkegaard la única relación directa del hombre es con Dios, siendo la relación con los otros hombres intermediada por esta relación anterior. Se explicita así un motivo que permite situar, en un primer momento, el lugar de lo comunitario en la comunidad religiosa, organizada a partir de una experiencia de lo sagrado que todos los miembros comparten aunque sea una presencia no tangible o sólo y siempre buscada; una presencia de algo que está ahí, que todos perciben, pero que no se alcanza a ver. Es éste uno de los hechos puestos de relieve por un lúcido texto de Nancy(3). Lo sagrado, como presencia extraña y desconcertante –más aún, como lo que no está al alcance y atrae tanto como repele- es una realidad no explícita pero ineludida en el texto de Duras. En un texto paralelo, pero no similar, de Georges Bataille(4) esta presencia en la relación entre hombre y mujer llega al tenor de lo explícito: “Yo soy Dios”. Quedan establecidos a partir de aquí dos modos de entender la trascendencia: en primer lugar, una trascendencia que se produce en el orden del ser y que viene a ser una trascendencia fundamentadora y afirmativa. Es lo visible del modo de concebir a Dios en las religiones, sobre todo monoteístas, y que cristaliza en las formas propias de la organización religiosa. Es el modo que, a través de los procesos inmanentizadores de la Ilustración y de las formas secularizadas de la política del siglo XX lleva hasta la configuración teológica de la sociedad contemporánea. Configuración que se establece a partir del concepto, debido a la sistematización teológica, de “soberanía” y al concepto no menos teológico de “representación”. Por otro lado se puede entender la trascendencia en un modo no afirmativo, esto es, como realidad inversa al “conatus” fundamentador a partir del ser: Dios, de este modo, no queda como instancia precedente –ontológica y gnoseológicamente- sino como poder siempre en retirada, como movimiento de cuestionamiento y disolución: dos modos que nunca se encuentran, pero que conviven como pareja de la que Nietzsche percibió sólo una dimensión. Este segundo modo, con la atracción sorda de lo innombrado, alienta entre las páginas de La maladie de la mort: un texto cuyo discurrir se entrecruza –inextirpablemente- con las consideraciones de Blanchot en “La communauté des amants”, segunda parte de La communauté inavouable. Valgan estas consideraciones para mostrar, con palabras de Blanchot, lo sólo aparentemente arbitrario de “la introducción, aquí, de unas páginas escritas sin otra intención que la de acompañar la lectura de un relato casi reciente (pero la fecha no importa) de Marguerite Duras”. Valgan también para introducir una primera consideración no meramente formal sobre el texto, a saber, la perspectiva –si es una y si existe- ante la que éste se despliega.

El testigo

Por motivos diversos, La maladie de la mort es un texto singular. Quizás uno de los motivos que más insistentemente suscita la extrañeza es la imperiosa voz que construye, por su propia autoridad, la urdimbre del texto donde, dice Blanchot, “todo queda decidido por un ‘Usted’ inicial que es más que autoritario, que interpela y determina lo que sucederá o podría suceder a quien ha caído en la red de un destino inexorable”. Se trata de una voz que permanece fuera del juego de los intervinientes, pero con un vigor performativo que no la hace asimilable a la voz del narrador. No dudo que éste es un motivo que ha llevado a Maurice Blanchot a la observación de que este libro de Duras “es un texto declarativo, y no un relato aunque tenga esa apariencia”. Pero lo que en él se declara ¿es lo que ha sucedido, o más bien lo que la voz declarativa fuerza a suceder? ¿O más bien lo que es imposible que suceda, o el acontecer de un imposible, o la imposibilidad que se alberga en el seno del acontecimiento? Una pregunta cargada de significación, porque de aquí se deriva algo relativo al texto, que es determinante con respecto al estatuto ontológico de su acontecer. A este propósito, en L’entretien infini hay unas páginas relevantes sobre la cuestión(5).
Aquí, referida al modo convencional de entender la voz del narrador, aparece también la palabra “autoritario”, pero referida a la conciencia del autor: “el autor que habla, un ‘yo’ autoritario y complaciente, anclado en la vida y que hace irrupción sin poder ser retenido”. Un testigo, al fin, que conoce y cuyo saber informa la anécdota de lo narrado, su sentido. De modo que lo autoritario de esta voz procede de un saber anterior que descifra, interpreta y construye una trama inteligible, un mundo narrado. Es precisamente esta inteligibilidad lo que conforta la conciencia de un lector preocupado por comprender, es decir, por integrar lo narrado a partir de la comprensión de la realidad dada, del mundo extraliterario o efectivo. Sin embargo, en el texto de Duras, la voz performativa que lo genera es, dice Blanchot, “más que autoritaria”. Hay en ella una interpelación, un poder de convocar, cuya autoridad viene de más allá de un saber confortador o que se pueda integrar. ¿Quién es el que habla por el medio de esta voz?
Indudablemente, esta voz “narrativa (no narradora)” no es la voz del autor. Tampoco es la voz épica de un narrador que convocara hasta el interior del texto hechos de la memoria –supuesta o fingida- que habrían de adquirir un tenor literario. No es, tampoco, un personaje más, aunque privilegiado, que desde la omnipotencia de su saber ofreciera una perspectiva al lector. Esta voz narra, no lo sabido, sino lo que debería ser, lo que será, lo que –por ella- sucede. Como ofreciendo su voz a la urdimbre de lo que, sin ella, no podría acontecer. De este modo, los personajes (y el lector, al menos así se sugiere, entra en ella –o puede ser confundido con- como un personaje más) están prendidos en el espacio, en el círculo que circunscribe esta voz. Se trata además de una voz intrusiva en el seno de lo acontecido que crea una ambigüedad: no saber si esta voz es el intruso (en una narración de la que es forzado a ser parte el lector) o si el lector es llevado al estatuto de un voyeur, por apuntar sólo dos posibilidades, aunque Blanchot indica también que es una voz que dicta al personaje masculino lo que ha de realizar. Estos rasgos, junto a otros que se podrían enumerar, hacen que su lugar sea insituable: habla sin ser justificada y su legitimidad se erige sobre una autoridad que ella misma se arroga o sobre el suelo inaprensible de los hechos que describe. ¿Se trata, pues, de la voz de un testigo peculiar que narrara lo que ve en una simultaneidad sorprendente con los hechos y actitudes que narra? Sin duda es más: como la narración de algo que hace imposibles los hechos narrados, como si se erigieran a partir de algo –neutro, gusta de decir el mismo Blanchot- que priva a los hechos y a la voz, no de la justificación como posibilidad de los mismos, sino de la misma pertinencia de la categoría de justificación.
Hay, al final de La maladie de la mort, unas páginas donde habla la voz de Duras. Para sacar lo escrito del terreno de la lectura y transportarlo como posible hasta lo visual y auditivo del escenario. Allí se determina de algún modo la naturaleza de esta voz que, en su realidad sólo literaria, sólo está determinada por la extrañeza: “Sólo la joven recitaría su papel de memoria. El hombre, nunca. El hombre leería el texto sea detenido, sea caminando en torno a la joven.
Aquél del que trata la historia no sería nunca representado. Incluso cuando se dirigiera a la joven, sería por el intermedio del hombre que lee su historia”. ¿Quién es representado: un personaje oculto, una hipóstasis, el lector... Alguien que por sí mismo no puede actuar...? ¿Cuál es, nuevamente el estatuto y la legitimidad de esta voz? La misma Duras dice, a propósito esta vez de la versión cinematográfica de India Song: “Era necesario que lo que se había supuesto que tenía que haber sido dicho por estas personas, en estos diálogos, fuera redicho pero en presencia del signo concreto de su muerte –lo mismo que lo que era visto lo era en presencia de la fotografía de la muerta. Y he hallado las bocas cerradas: mientras ellos hablan, sus bocas callan”(6). “Hablar o morir”, recuerdo haber leído también en algún texto de Blanchot.
Como si la muerte, que no puede ser figurada ni construida sobre escena, necesitara un cuerpo neutro –el de la mujer- sobre el que ser experimentada. Como si ese cuerpo fuera el soporte de una voz que atrae, interpela, pero para sólo dejar al fin el rastro de una ausencia, una perplejidad que se expande desde el inicio de la obra. De aquí que el personaje masculino, como realidad que ese cuerpo de mujer excluye, no tenga voz, que tenga que hablar por el intermedio de la voz impersonal, declarativa, imperiosa, del narrador. Tocamos aquí el verdadero trasfondo de esa voz. Blanchot ha dicho que no se trata de un relato propiamente sino de un texto declarativo; anteriormente, en carta a Mascolo, se había pronunciado así: “El modo declarativo puede ser portador de todo el temblor del pensamiento, su tormento y su búsqueda infinita, no afirmando sino obligándonos a arriesgarnos allí donde no hay afirmación posible: sobre el verdadero abismo”(7).

La transmutación de la tragedia

Y, ciertamente, La maladie de la mort planea sobre un abismo. El triángulo que forman los dos personajes –masculino y femenino- y la voz narrativa que los sobrevuela, perfectamente se erige en un trapecio –perfecto, sin salida- que describe las evoluciones de un riesgo mayor. Un riesgo que se hace real en la forma de un deseo sin determinación: el acuerdo que hay en el origen del texto nace de un explícito deseo de intentar amar. Un amor sobre el que podemos traer estas palabras de Blanchot: “No es sino en la luz donde la otra noche se descubre como el amor que rompe todos los lazos, que quiere el final y unirse al abismo”(8). Sin embargo el abismo que se halla en el fondo del deseo, como su origen y su aspiración, no cabría dentro del espacio de la explicitud. Como un exceso que, en sentido de Bataille, podríamos decir de lo sagrado y que precisa de una intermediación en un lugar que es lo más fácticamente corpóreo de la mujer. Así, en La maladie de la mort: “Usted dice que quiere probar, tantear la cosa, intentar conocer eso, habituarse a eso, a ese cuerpo, a esos senos, a ese perfume, a la belleza, a ese riesgo de traer niños al mundo que representa ese cuerpo, a esa forma imberbe sin accidentes musculares ni de fuerza, a ese rostro, a esa piel desnuda, a esa coincidencia entre esa piel y la vida que recubre”. Sin duda, si el solo cuerpo de la mujer es el lugar de una experiencia del abismo, ello es posible a partir de la reducción de ese cuerpo a la sola neutralidad, a la obliteración decidida, compulsiva pero constante, de cualquier forma de intimidad. La mujer con la que se trata, desde el inicio del texto, no es esta mujer. Es un cuerpo femenino del que han sido como aspirados todos los atributos de una personalidad definida, pero para ser el espacio de la experiencia de una interioridad oscura que atrae más allá de cualquiera negatividad, de cualquiera acción. Una neutralidad que el mismo personaje femenino debe acoger como el riesgo de una negación de sí hasta su propia desaparición.
Incluso habría que decir más. El espacio literario que crea el texto de Duras viene a ser como el lugar de una atracción violenta pero fría a la vez, que desobra a los personajes haciéndolos moverse en la insignificancia de sus propias acciones y haciendo, sin embargo, de cada acto un paso hacia atrás, un indicador hacia la zona de la mayor oscuridad.
Algún parecido hay entre esta oscuridad hacia la que el texto de Duras atrae y la atracción todopoderosa hacia la que son arrastrados los personajes de la tragedia griega. Pero sólo una similitud primeriza. Aquí, para el autor trágico y para el espectador, hay una noche que se presenta como el oscuro destino que limita todo el ámbito de la escena. Ese destino es arbitrario, pero no por obra de una sola decisión personal del dios o del más allá. Es, más bien, una arbitrariedad que se erige en su vértice común con la necesidad. Como una necesidad que se impone por sí sin precisar justificación. Y es esa necesidad no representable la que da el impulso a la acción de unos personajes que, agitándose en su propia incapacidad, creen defender el privilegio de su libertad sobre su destino, el privilegio de su espontaneidad. Hay, para autor y espectador, un reconocimiento de esa oscuridad indomeñable. Pero como límite efectivo e irrebasable de la acción: “la noche es aceptada y reconocida, pero sólo como límite y como la necesidad de un límite: no se debe ir más allá. Así habla la mesura griega”(9). Sin embargo, en La maladie de la mort la oscuridad omnipresente en el texto no vincula a los personajes como una fuerza exterior, como límite externo de su acción. Incluso hay que decir más: el cuerpo de la mujer, visibilidad de una negligencia que recusa la fetichización por parte de la mirada varonil, hace sensible lo que de ningún otro modo podría acontecer. Se trata del movimiento de una destrucción. Así, Pierre Fedida: “Esta escritura es cuerpo de mujer. Lo que viene a ser la amante. Todo y Nada. Escribir aboca ahí –entre un texto amnésico engendrado por la voz sostenida por la sola repetición de un gesto y el film de las imágenes cuyo recuerdo es llevado al fracaso por la memoria misma”(10). La mirada del varón concibe un proyecto: intentar conocer eso. La aceptación por la mujer, bajo la forma fría del contrato comercial, lleva paulatinamente el deseo hasta su propia oscuridad. Un riesgo que construye el cuerpo nudo de la mujer porque es un riesgo al que conduce la propia Duras; porque a su vez es el riesgo al que nos vincula la escritura de Duras.
Hay aquí algo trágico, pero que no admite el desenlace de la destrucción. Una destrucción que obra repetitivamente y se manifiesta en la reiteración del gesto, como que el deseo del varón ha entrado en un espacio sin orientación ni fin. El conocidísimo efecto catártico que Aristóteles atribuye a la tragedia no puede hallar aquí un lugar. La tragedia griega conduce a los personajes, por pasos ciertos e inexorables, hacia un desenlace final. Como que la oscuridad inaprensible impone rotunda y definitivamente su destrucción. Aquí, sin embargo, los que hemos dado en llamar personajes no pueden encontrar el itinerario de su acción, siendo entonces lugares de palabra donde se manifiesta la atracción hacia lo inconcebible como el fracaso final para el deseo. No es lugar aquí de discutir lo que Dionys Mascolo ha llamado el “eterno romanticismo” como realidad que se manifiesta proteicamente en toda literatura. Sin embargo, hay en Duras un juego en el que la muerte se pone en obra en el sentido más radical: “Tragedia sin acción, se podría decir –más bien celebración de un misterio [dice Mascolo a propósito de India Song]. Toda la acción transcurre “fuera de escena”. En ningún momento estamos en el presente”(11).
Sumariamente, se podría decir que si la tragedia ática toma inicio en la oscuridad para a partir de ahí y tomando impulso en ella, desencadenar una acción, aquí en cambio la oscuridad no circunscribe externamente los actos sino que los habita como su sórdida interioridad. Se constituye así un centro no representable que, atrayendo la acción hacia sí mismo, no permite el dramatismo que sobrecoge en la tragedia antigua. Lo que no equivale a afirmar que la tragedia se haya evaporado. Los personajes griegos, incluso sometidos al destino, mantienen una fuerte personalidad. Una subjetividad poderosamente definida que permite que su mundo, aunque destinados a la derrota, sea un mundo efectivo siquiera momentáneamente sujeto a las leyes de la soberanía interior del hombre. Ahora, en La maladie de la mort, ese mundo está desde el inicio destruido como lo que es verdaderamente una enfermedad que priva a los sujetos de su subjetividad, a los personajes del vigor afirmativo –siquiera transitoriamente- de su espontaneidad. De aquí que el destino que, en la tragedia griega es un poder –superior y dominando todo el espacio trágico, pero de una homogeneidad estructural con el poder humano- en Duras se convierte en lo inverso de un poder: una negligencia que atrae sin acción para inmediatamente repeler, una negligencia que es interior a la acción y que, con palabra de Blanchot, desobra todo el espacio declarativo de la narración. Se comprende así que, en este texto, en ningún momento estemos en el presente de la acción, siendo como es el presente el instante de la soberanía que dispone de lo ya acontecido con vistas a la libre afirmación –exitosa o frustrada- de un designio personal. El deseo de intentar amar conduce hasta el cuerpo neutralizado de la mujer como espacio donde la enfermedad, que es la de la muerte, encuentra un cumplimiento que sólo se puede reiterar en la banalidad del gesto que se repite sin fin.

Una oscura transfiguración

Como también la tragedia construye acontecimientos que, fijados en una eternidad, se repiten para siempre quizás porque nacieron desde siempre como en una arbitraria necesidad. También, en el prefacio que Bataille escribe para Madame Edwarda, la tragedia aparece como elemento rotundo en la constitución de una experiencia de lo sagrado: lo trágico es la seriedad que la risa banal de la diversión pretende hurtar al erotismo. El erotismo y la muerte, para el autor de Madame Edwarda son los umbrales que marcan un exceso para el deseo. Un exceso que para Bataille, para Duras y para Blanchot nos “llega con lo femenino”(12) como en una simultaneidad reveladora.
La comunidad, cualquiera que sea la dimensión en la que se establezca, supone una relación simétrica entre los miembros que la forman. (¿Cómo no recordar, aquí, a Lévinas?). Una simetría que es anterior a los ideales que ella pretenda alcanzar, sean éstos incluso los de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Hay que decir que la comunidad como tal es el modo visible de la relación que los precede, fundada como está en la preexistencia de una ley implícita que crea el espacio de su posibilidad. Es la Ley la que hace posible el espacio homogéneo donde las singularidades se encuentran, se relacionan e interactúan. Sin embargo “la comunidad de los amantes” supone otro género de relación. La relación contractual permite la mostración de una comunidad que tiene su centro en la disimetría entre el hombre y la mujer. Él es quien actúa, quien realiza cuanto en una relación de amantes corresponde al varón. Pero siempre por el intermedio imperativo de la voz que pronuncia el “Usted”. Como si estuviera privado de la espontaneidad de su acción: un modo de actuación que ve debajo de sí el fondo de una impotencia inicial. Aun sin pretender, en este momento, establecer el sustrato biográfico en el que Duras escribe esta obra, estará justificado recordar aquí su relación con Yann Andréa, en un momento en que Marguerite Duras “no deja de ver homosexuales por todas partes”(13): “para poder “amarlo”, se necesita que el otro sea abolido, ausente, en coma, dormido, muerto, anónimo, extraño, lo más lejos posible. Yann Andréa no ha deseado nunca a Marguerite Duras como durante su coma alcohólico. Ella lo ha sentido, lo ha confirmado. Lo sabremos todo”(14). Como si la mujer de La maladie de la mort reprodujera, pero elevándolo a categoría literaria –a experiencia- este acontecimiento imposible –de sí, de Yann, del amor- que, en medio del coma, padeció Duras.
No es posible, leyendo La maladie de la mort” hacer de la homosexualidad una coartada. El hombre obra desde una impotencia, pero realiza cuanto un amante debe hacer. Esta impotencia de fondo no proviene, pues, de una incapacidad sino de un cuestionamiento al que se ve sujeto en su actuar. Como que el espacio en el que obra es asimétrico, marcado por la heterogeneidad que en el espacio masculino –en su poder de constituir “comunidad”- introduce la presencia de la mujer. Una presencia que desconcierta la iniciativa convencional del amante. Ella, en el texto de Duras, habla por sí misma. No está sujeta al imperativo del “Usted”. Sin embargo está sometida a un renunciamiento negligente que la sume en la pasividad. Una vez excluida –por el contrato (dinero, matrimonio dice Blanchot)- su intimidad, ella no puede sino dormir y rehusar la tentativa fusional del varón en la entrega nuda de su cuerpo.
Aquí señala Blanchot el lugar sacrificial que corresponde a lo sagrado. El exceso de cualquier sentido y de cualquier acción donde el erotismo y la muerte abren una vía común. Una experiencia semejante a la de Madame Edwarda que ofrece su cuerpo al primero que llega –al chófer- como gesto que realiza el abandono sacrificial. Un momento que estimo crucial en el texto de Bataille es la escena (por hablar con un lenguaje cinematográfico que nos obligue a la evocación de Duras) bajo la Puerta de Saint-Denis: “un arco enteramente negro, simple, angustiante como un agujero” bajo el que Edwarda esperaba. Un lugar donde, bajo la insinuación del órgano sexual, el varón llega al saber cumplido (pero ¿qué clase de cumplimiento es posible aquí?) de que Edwarda era DIOS. Como si el lector fuera invitado en este instante a evocar en paralelo el relato evangélico de la transfiguración. Como dos hierofanías contrapuestas que mantienen un vínculo con la muerte. Si la transfiguración evangélica se produce bajo la atracción de la luz, atracción que hace de la muerte algo indeseable, escandaloso para quien es poseído por la visión del transfigurado, en Madame Edwarda se trata de una transfiguración que atrae hacia lo más oscuro, caótico, elemental de la intimidad de la piedra: “su presencia poseía la ininteligible simplicidad de una piedra; en plena ciudad, tenía la sensación de ser la noche en la montaña, rodeado de soledades sin vida”(15). Es un instante en el que momentáneamente se suspende la acción de Edwarda: su gesto provocativo en la primera parte del relato, su huída permanente –pero en el fondo hacia ningún lugar- en la segunda parte hasta la consumación necesaria, pero sin justificación, con el chófer, todo conduce hasta este centro oscuro donde toda la acción desaparece en una espera sin luz. Es una pasividad que bien pudiera ser compaginada con la de la mujer del texto de Duras: ella no actúa –la acción, no hay que olvidarlo, corresponde al varón-, sólo duerme. Pero en un sueño que no impide que a través de él se trasfunda una palabra que siempre rechaza, problematiza la acción hasta llevarla a la imposibilidad: lo que es tanto como decir que se disuelve el nexo que uniría la acción con lo que la hace eficaz y que, por tanto, entrega todos los actos y su resultado a una espera indefinida en medio de la aleatoriedad(16).

Lo absolutamente femenino

El hombre actúa pero no habla por sí. La mujer habla desde su durmiente pasividad. Se halla aquí un nexo no convencional donde se destronan mutuamente discurso y acción. En el deseo que tiene por objeto el cuerpo de la mujer, Duras expresa –con la violencia tácita con la que atrae lo innombrable- una aspiración vana que lleva más allá de la mitificación del cuerpo femenino. Esta mujer, en La maladie de la mort rebasa “cualquiera especificidad que la caracterizaría como tal o tal otra” (17). El rechazo del nombre la hace regresar a una anterioridad que nos recuerda la imposición del nombre por Adán, o incluso la imposición freudiana de la Ley. Por eso a Blanchot le parece precipitada cualquier identificación, sea con Beatriz, Lilith, o con la mítica Afrodita. Cierto que la proximidad del mar, la superficialidad marina del blanco de las sábanas donde ella yace nos evocan a la Venus, pero que ahora no llega a nacer sino que sucumbe en ese mar como en una muerte que llega hasta más allá de cualquier origen establecido. Por eso su presencia desnuda y su pasividad denuncian la presencia subterránea de una muerte que es el mal innombrable –secreto sin intimidad- del que no es posible desembarazarse. Y por ello, el mal que atrae más allá de cualquier modo de relación intersubjetiva hacia “la extrañeza de lo que no sabría ser común y que es lo que funda esa comunidad”(18) de los amantes.
En el espacio homogéneo de la comunidad masculina no hay soledad. Maurice Blanchot inicia Le Très-Haut con estas palabras: “Yo no estaba solo. Yo era un hombre cualquiera”. Como que la vida de un hombre en el espacio simétrico de la comunidad pertenece a la identidad de relaciones entre semejantes. Ahora, al hablar del cuerpo de la mujer Blanchot pone en paralelo otra afirmación que más que servir de pareja, contesta la anterior: “no existe mujer cualquiera”(19), puesto que ella pertenece al espacio heterogéneo de la muerte, y porta esa heterogeneidad. Por eso el texto de Marguerite Duras describe evoluciones en el interior de la soledad: la mujer acepta el contrato porque sabía que el hombre había sido alcanzado por un mal. Después pudo nombrar ese mal: el de la muerte. Como realidad –asimétrica, innombrable, inconfesable- que funda y desfundamenta un modo no mítico, no metafísico –por tanto invisible, irrepresentable- de comunidad. Por eso La maladie de la mort, siendo un texto suficiente, perfecto, sin salida, no tiene final. Por eso también La communauté inavouable no tiene final, si no es el de una común responsabilidad que, estando en el origen del texto, lo hace recomenzar como su final: “es que, en definitiva, para callar hay que hablar. Pero ¿con qué clase de palabras? He aquí una de las cuestiones que este librito confía a otros, no tanto para que respondan como para que quieran cargar con ella y quizás prolongarla. Así se hallará que tiene también un sentido político acuciante y que no nos permite desinteresarnos del tiempo presente que, abriendo espacios de libertad desconocidos, nos hace responsables de relaciones nuevas, siempre amenazadas, siempre esperadas, entre lo que llamamos obra y lo que llamamos desobramiento”(20).


(1) Manejo la reedición de 2002, en la misma editorial [El mal de la muerte, Trad. José M. G. Holguera, Tusquets, Barcelona 1996. La traducción de las citas, salvo indicación en contra, es del autor de este artículo].
(2) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, Minuit, París 1983. Manejo la reedición de 1990 [La comunidad inconfesable, Trad. Isidro Herrera, Arena, Madrid 2002. Respecto a la traducción de las citas de Blanchot, vale lo indicado en la nota anterior].
(3) Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable. Nueva edición con un postfacio de Jean-Luc Nancy, Trad. I. Herrera y del postfacio I. Herrera y Alejandro del Río, Arena, Madrid 2002.
(4) Georges Bataille, Madame Edwarda, seguido de El muerto, Tusquets, Barcelona 1988.
(5) Maurice Blanchot, “La voix narrative (le ‘il’, le neutre)”, en L’entretien infini, Gallimard, París 1969 [El diálogo inconcluso, Trad. Pierre de Place, Monte Ávila ed., Caracas 1970].
(6) Varios, Marguerite Duras, Albatros, París 1975, p. 19.
(7) Maurice Blanchot a Dionys Mascolo 12-enero-1971. Cit. En Ch. Bident, Maurice Blanchot, partenaire invisible, Champ Vallon, Seyssel 1998, p. 253.
(8) Maurice Blanchot, L’espace littéraire, Gallimard, París 1955, p. 220 [El espacio literario, Trad. Vicky Palant y Jorge Jinkis, Paidós, Barcelona 1992]. Cfr. También mi obra La voz de su misterio (sobre filosofía y literatura en Maurice Blanchot, Centro de Estudios Teológico-Pastorales “San Fulgencio”, Murcia 1955, pp. 39-50.
(9) Maurice Blanchot, L’espace littéraire, p. 219.
(10) Pierre Fedida, “Entre les voix et l’image”, en Marguerite Duras, p. 118. Permítase esta cita, muy anterior a la aparición de “La maladie de la mort” como una palabra que no interpreta, sino que se produce en el interior del movimiento de la escritura de Duras. (11) Dionys Mascolo, “Naissance de la tragédie”, en Marguerite Duras, p. 114.
(12) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, p. 87.i
(13) Cfr. Dominique Noguez, “Notes sur Marguerite Duras (1975-1983)”, en NRF, 542 (Marzo 1998), p. 50.
(14) Nancy Huston, “Les Limites de l’absolu”, en NRF, cit., p. 18.
(15) Georges Bataille, Madame Edwarda, p. 53.
(16) Así, por ejemplo, otra noche, por distracción, usted le causa placer y ella grita (p. 14) o bien a veces se queda allí, duerme allí, en ella, toda la noche con el fin de estar dispuesto por si, al capricho de un movimiento involuntario por parte de ella o por la suya, le entraran ganas de poseerla otra vez... (pp. 18-19).
(17) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, p. 84.
(18) Ibid. p. 89.
(19) Ibid. p. 86.
(20) Ibid. pp. 92-93.


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